Cada día se hace más obvio que la inmensa mayoría de las masas de personas se están convirtiendo en meras baterías del Mercado, y ya no en dinamos de las anteriores utopías sociopolíticas, económicas y culturales, que habían imperado en la Contemporaneidad a partir de las primeras décadas del siglo XX, y más atrás, desde el Renacimiento.

Desde el día de hoy, y hasta dentro de algunas décadas más, es probable que apenas haya personas comunes y corrientes, especialmente entre los jóvenes, que logren darse cuenta de que el Mercado los mueve como a marionetas hacia donde se le antoja y ellos viven aparentemente felices con eso. E incluso si les dices, puede que te respondan: «Estás loca», «Vas rezagado», o «Claro que no paramos de consumir», o «¿Qué otra cosa hay?» Ha sido una vuelta de tuerca que el Poder ha logrado dar a la inconsciencia humana, logrando hacerla que olvida hasta lo más elemental de la verdadera vivencia de la felicidad y la plenitud. Es como que te den de patadas mientras te convencen de que las patadas son buenas, y luego tú vayas a por más aunque las lágrimas de dolor te corran por las mejillas.

El motivo de que las personas puedan convertirse en “felices” consumistas, está en que el Mercado les explota la energía sexual, mientras híper-explota los recursos del planeta; todo hasta un punto tan extremo, que en algún momento puede que no sólo no haya tiendas a las que ir, sino que además puede que no haya ni materia que consumir, ni planeta en el que estar. Ir a comprar, perseguir las modas, tratar de aparentar estereotipos de belleza: todo esto se hace con la energía sexual, lo cual significa que esas cosas son como sustitutos de orgasmos. Si comprar y ser consumista no se basara en la confusión de que esas actividades proporcionan placer sexual, a nadie se le ocurriría seguir siendo consumista mientras experimenta el calor cada vez más notable que hay en cualquier lugar del planeta, y mientras se hacen eco las noticias sobre los efectos devastadores que la actividad humana está causando a ojos vistas sobre la Tierra.

Es un círculo vicioso al que resulta difícil, mas no imposible, hallarle el comienzo: el comienzo, como todo para el ser humano incluida la vida, siempre está en la mujer. Lavarle el cerebro a la mujer es uno de los principales objetivos del Mercado, pues como dijo alguien alguna vez: para que un proceso, por absurdo que sea, comience a funcionar y siga funcionando, sólo hay que convencer a la mujer de que participe en ello. Toda vez que la mujer se interesa en algo y poner su energía en ese algo, los sistemas y procesos asociados a ello comienzan a marchar como en patines, sin importar cuán absurdos sean o cuanto sufrimiento generen para la mayoría de sus elementos.

Aunque parezca lo contrario, a la mujer no es fácil llegar a convencerla de la “utilidad” de tales patrañas absurdas, como teñirse o cortarse el pelo de tal o cual manera, o usar tal ropa y no otra, o implantarse tales senos de goma en vez de lucir los suyos, o actuar como tal actriz o cantante, sex symbol o pornostar. Pero el punto débil de la mujer es su inseguridad con respecto a si resulta atractiva o no para el hombre. O sea: el punto débil de la mujer en este sentido es el hombre. Si el hombre no se dejara lavar el cerebro por los medios con estereotipos que lo hagan verla a ella más atractiva o menos atractiva en función de si luce o no luce como alguna actriz, o modelo o pornostar, entonces la publicidad y el consumismo tampoco tendrían ni la menor fuerza o trascendencia con respecto a la mujer.

El hombre, en cambio —y muy a pesar de que él se esfuerza bastante por aparentar lo contrario—, resulta más fácil de convencer y programar con la ideología del Mercado: si lo convences de que la mujer ama que él luzca de un modo determinado, el hombre pondrá toda su tenacidad natural en esa tontería: él se empecinará en lucir de ese modo o morirá en el intento. Pero hablar de morir en el intento es demasiado; no demasiado desde el punto de vista humano —pues la ética corporativa no tiene ninguna humanidad— sino demasiado desde el punto de vista del Marketing, cuya primera regla robótica siempre será: necesitamos que el cliente (consumista) continúe con vida el mayor tiempo posible, así pues, explótalo al máximo pero mantenlo vivo, al menos a corto plazo, es decir, al menos hasta que procree uno o dos más a su imagen y semejanza. El Mercado nos necesita vivos, aunque sólo lo suficiente como para que continuemos alimentando su sistema. Si ser consumistas a la larga nos conduce a la muerte, el Mercado está interesado en que eso no ocurra demasiado pronto.

Las nuevas generaciones —en su creciente mayoría— son, con respecto al Mercado, no esclavos —pues ser esclavos implica tener vida, y puede que hasta un poco de rebeldía, o incluso épica algún día. Y no es el caso. Las nuevas generaciones, cada vez más, se convierten no en esclavos sino en meras baterías del Mercado, objetos cada vez más inanimados, sin alma, sin la menor rebeldía, y por supuesto, sin posibilidad alguna de emancipación. Porque no sólo no conocen el sentido de esta palabra —no ya de lo que representa en la vida real— sino que ni siquiera saben que existe un campo semántico fuera del de los objetos de consumo material egoico. Las nuevas generaciones son un producto genuino de la televisión y los mass media, del mismo modo que las generaciones futuras diferenciarán cada vez menos entre la televisión y la realidad. Un buen día, las personas que se salgan de esa regla, serán como el protagonista de aquel cuento tan distópico de Ray Bradbury, que fue apresado y encarcelado por la policía automática, sólo por el simple acto de haber roto en pedazos su propio televisor y haber salido a las calles desiertas a caminar y a tomar el aire.

Parecerá tonto, pero funciona muy bien, y es una cuenta muy sencilla que los poderes sacan para nosotros: Si logras proyectar de 30 a 60 cuadros por segundo de imágenes velada o descaradamente sexuales, ya no en escaneo entrelazado (i) sino progresivo (p), excelentemente comprimidas en H264 para una formidable relación entre ligereza y calidad, en un formato más que wide (16:9) que simula mucho mejor el campo visual humano, en HD (High Definition: hasta 1920 x 1080) o preferiblemente en UHD (Ultra High Definition: hasta 7680 x 4320), durante un promedio de 5 ó 6 horas al día y 1825 horas al año (ver Jerry Mander: En ausencia de lo sagrado), a hombres y mujeres que a partir de ese momento se van a desear mutuamente sólo por el hecho de usar en ropas, zapatos y demás una marca determinada, lucir de un modo determinado, y comportarse del modo que conviene; de esta forma te habrás creado una masa dócil de consumistas sin desarrollo estético o intelectual, y tendrás todas las ventas del año garantizadas, y encima la gente pensará que está eligiendo y decidiendo ella  misma qué usa y qué hace: tú sólo se lo estarás “sugiriendo”. Y los elementos desafectos que se escapen del control del sistema mediante la televisión —porque ven claramente cómo se teje esa burda patraña—, serán cada vez los menos y no tendrán mucha fuerza ni ascendiente sobre los otros, serán, como ellos mismos dicen: “voces en el desierto”. Lograda esta anestesia general, ni siquiera va a ser necesario hacer uso de los tres poderes clásicos (legislativo, ejecutivo y judicial), para controlar a las personas: con el cuarto poder, el de los medios, habrás realizado todo el trabajo. Los medios audiovisuales son así de poderosos e hipnóticos: las personas por sí mismas hacen lo que se les dicte y programe, incluido correr el software mental de pensar que están decidiendo por sí mismas.

No es nada extraño que los poderes de tantos y tantos países del mundo estén actualmente tan interesados en “modernizar” la tecnología de las redes de emisión y recepción televisivas, cuestión en la que se gastan millones al año, suyos o prestados. Saben perfectamente que en la televisión tienen a un aliado de eficacia extraordinaria para el lavado de cerebro de las masas. Es gracias a la televisión y sólo gracias a ella, que han logrado convertir a las nuevas generaciones —que serán todas el día de mañana— en baterías consumistas incapaces no ya de revelarse contra los sistemas que los esclavizan, sino de ni siquiera concebir que exista tal cosa.

Allá quien, como carne de cañón debidamente anestesiada, crea que el ser humano del Medioevo estaba en desventaja con respecto al ser humano actual, o que hoy tenemos mucho mejor circunstancia porque así lo dice la tele con hipnótica claridad, o porque hoy tenemos algunas buenas ropas de notables marcas, que nos hacen parecernos a las criaturas que se mueven dentro de la caja de luz como si estuvieran vivas. Ni el Demonio de los regímenes cristianos —que dominaron a Europa y lo que no era Europa hasta el siglo XV—, creado a imagen y semejanza de los dioses locales con el objetivo de someter a las masas convenientemente ignorantes, ni ese mismo Demonio habría logrado una maniobra de ilusión consensual de tanta eficacia como la que hoy logra la televisión de Alta Definición —sin contar lo que le queda por lograr a la de Ultra Alta Definición— en pos del obsceno menester que es el control de las personas, confusamente híper-informadas y felizmente consumistas, gracias a la manipulación de su energía sexual que logra convertirlas en inofensivas baterías para sostener un orden planetario en el cual la inmensa mayoría es infeliz.