Las enseñanzas sexuales que provienen del Oriente —por ejemplo, el Tantra y el Tao Sexual—, por lo general van dirigidas mayormente al hombre y no a la mujer. El motivo de esto, en Occidente todavía no ha quedado del todo claro, e incluso se ha malinterpretado el hecho de que la erótica oriental se dirija principalmente al hombre. A veces ello se tilda de procedimiento machista, cuando en verdad no tiene nada que ver con eso, y ni siquiera con lo contrario. El culto sexual a la Diosa en cada mujer, no es un tipo de feminismo, sino una vía de plenificar la unidad originaria entre la mujer y el hombre, lo cual se experimenta a través de profundos orgasmos, amor verdadero y auténticas felicidades.

Lo más básico que hay en que el hombre sea el destinatario principal de la enseñanza sexual, radica en que ciertamente es el hombre, y no la mujer, quien tiene que aprender en materia de sexo y de amor. Cuando cualquier mujer ha mantenido actitudes o ha realizado actos que provocan que el hombre diga: “¡Todas las mujeres sois iguales!”, en verdad es el hombre quien realmente tiene la culpa. ¿Pero esto es así, en blanco y negro? Nada es en blanco y negro, ni siquiera el cosmos; mucho menos la relación entre el hombre y la mujer.

La cuestión es que el hombre es el responsable básico de la problemática situación sexual entre la mujer y él; aunque, a decir verdad, ya más adelante la mujer tiene tanta responsabilidad como el hombre en todo esto. ¿Cómo se explica esta paradoja? El hombre es, por así decirlo, el inicio de ese círculo vicioso al que luego no se le encuentra ni principio ni fin. Cuando la mujer es virgen, ella es feminidad pura, sin conflictos básicos en su interior, y con un ego mínimo —sólo el que resulta de la educación junto a sus padres, que también han sido mujeres y hombres sin amor real. Para la mujer virgen, el amor y el sexo son una sola experiencia: la magia del placer es idéntica a la espiritualidad del amor. Pero en realidad esto ella lo siente así porque todavía no ha hecho el sexo; sólo intuye la verdad del sexo, pero no conoce la realidad del sexo en el mundo. Aún ella no sabe, o no sabe del todo, que una cosa es el amor precioso que ella siente, y otra cosa es la desamorada vida de las parejas normales.

Cuando finalmente la virgen llega a hacer el sexo, descubre que el hombre no sabe hacer ese sexo terrenal y divino que ella anhelaba y soñaba, sino que más bien él hace un acto extraño que ella no comprende pero el cual no tiene más remedio que admitir, e incluso puede que tenga que “darlo por bueno” y aplaudir esa breve masturbación asistida que el varón se hace usándola a ella. Cuando esta decepción sexual inconfesable ya se ha repetido bastante en la vida de la ex-virgen, su energía amorosa femenina queda devastada, y ella se convierte en una mujer normal, esa a la que se refiere la frase: “¡Todas las mujeres sois iguales!” De aquí en adelante la mujer, por su propia cuenta y sin que sea necesario culpar ya al hombre, actúa como un ser con ego, no mínimo sino quizás máximo, digno de ser considerado básicamente igual que el de cualquier otra mujer sin amor.

Y realmente muchas veces la mujer se excede en eso que la hace ser, para mal, «igual» a las demás. Por cierto que si la mujer, ya cuando el hombre está de veras intentando aprender a hacer el amor, se da al automatismo psíquico y no se hace responsable de dejar de actuar con ego, ella puede dar al traste con todo, sin importar cuánto el hombre se esfuerce por hacer bien el sexo con ella. Con frecuencia se dan los paradójicos casos en que, mientras más él la ame a ella, más ella lo desama a él. La solución de un problema extremo como éste no está ya en las manos del hombre, sino en las de la mujer; y si ella no se responsabiliza, realmente merece que él le diga: «¡Todas las mujeres sois iguales!»

¿Se comprende, con la explicación que acabamos de dar, cómo es cierta y a la vez es falsa la frase: “¡Todas las mujeres sois iguales!”? ¿Se comprende también la paradoja de que el hombre sea y a la vez no sea el culpable de ese fenómeno femenino del que tanto él se queja? En pos de que todas las mujeres dejen de ser desamoradamente iguales —lo cual lleva tiempo y no poca perseverancia, el hombre debiera empeñarse en aprender a hacer bien el sexo. De ahora en lo adelante, si él no se esfuerza por lograr esto, al menos ya sabrá que si “¡Todas las mujeres sois iguales!”, ello se debe básicamente a él mismo.