Es casi normal ver a parejas haciendo sexo en la playa, sobre todo a la hora romántica de la puesta de sol, cuando los demás playeros comienzan a irse y la playa va quedando más vacía. Se les ve con el agua hasta más arriba del ombligo, o hasta el pecho, besándose, cubriendo los movimientos sexuales con el vaivén del oleaje, a veces ella flotando tendida bocarriba abrazándolo a él con las piernas.
El ambiente natural del mar conecta a la pareja con un estado de conciencia más primitivo que el que habitualmente tienen dentro de la ciudad, y esto les despierta el deseo de estar muy juntos, y acoplarse en el agua. Para que el sexo en el agua sea bueno, también él debe aprender a controlar su eyaculación.
Sólo la anticuada moral sexual —aquella que determinaba que nuestras bisabuelas y bisabuelos se bañaran en la playa casi vestidos de pantalón y manga larga— nos puede llevar a creer que hay algo “incorrecto” en hacer sexo inmersos en las aguas del amoroso mar que dio origen a la vida.
Hoy puede que alguien se escandalice si ve a una pareja haciendo sexo en un lugar público de la ciudad; pero a nadie se le ocurre asombrarse al ver en la playa a una pareja bañándose, los dos amantes muy juntos, aprovechando el vaivén y subibaja de las olas para realizar o disimular los movimientos del cuerpo —y siempre con ganas de no tener que disimular más. Principalmente la mujer, cuando ha entrado en calor, ya no evita demasiado las miradas ajenas. Es como si en ese momento de primitivo amor, no le importara la moral en lo absoluto —tal como cuando ella entra en calor durante el sexo en la habitación, si es que el hombre aprende a durar más haciendo el sexo gracias a que logra controlar su eyaculación. En ese momento, la naturaleza toma el control del cuerpo de la mujer: ella ya no es más dueña de sí misma, ni quiere serlo.
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