En más de un pasaje de su novela Hércules y yo, el erudito inglés Robert Graves pone en claro el posible origen griego de la triskaidekaphobia (triscaidecafobia), o sea, la fobia hacia el número 13, tan extendida por todo el mundo occidental, y manifiesta en la omisión de ese número ordinal en la secuencia de números de calles, en la de números de competidores deportivos, en la de los asientos en medios de transporte —especialmente en los aéreos—, en listados e inventarios, en ediciones de softwares, en números de tracks en los discos, etcétera. Casi inequívocamente las secuencias de pronombres numerales y ordinales pasan del 12 al 14, o del decimosegundo al decimocuarto, o se crean curiosas soluciones de continuidad entre uno y otro, tales como 12 + 1, 11 + 2, 14 – 1, 12’, 12A, 12 ½, o se crean fórmulas apotropaicas de respuesta semejantes a la de decir “¡Jesús!” o “¡Salud!” cuando alguien estornuda para que no se le escape el alma, y que para el caso de que alguien mencione el 13, consisten en responderle al infractor: “¡Tócate!”, como para conjurar el mal efecto que ello pueda haber traído. ¿Tocarse qué? ¡Quién sabe!

Es posible, y puede que probable, que la fobia occidental hacia el 13 tenga un origen propiamente griego y no pelasgo. No son lo mismo los griegos que los pelasgos. Los pelasgos habitaban los Balcanes desde tiempo inmemorial, y los griegos, indoeuropeos, llegaron después. Esto puede significar que, como iremos viendo, esta fobia al 13, tan generalizada, es de origen indoeuropeo, es decir, no estaba en los Balcanes de tiempos arcaicos, sino que fue traída por las tribus que llegaron a diversas regiones de Eurasia entre el quinto y el tercer milenios antes de nuestra era, procedentes de en torno al Mar Negro.

A su llegada, los indoeuropeos suprimieron el matriarcado y el culto sexual a la Diosa, e instauraron el patriarcado y el culto bélico al Dios —etimológicamente: Ζεύς, ‘Zeús’ => Deus, ‘Dios’. En la nueva Grecia esto significó la instauración de la religión olímpica —por el monte Olimpo, que de ahí en adelante sería la morada de estas divinidades recién estrenadas—, según la cual 6 diosas que un día fueron la misma, fueron escindidas y casadas por la fuerza con otros tantos dioses masculinos. A estos hay que sumar a la Decimotercera Deidad (Hades) —cuyo nombre ni siquiera podía mencionarse, porque podría atraer un destino funesto, y cuya cifra se consideraba de mal augurio en cualquier área de la vida. Luego de la “elevación de los Olímpicos” —de la tierra donde habitaba la Diosa, al cielo donde habitaba el Dios para los indoeuropeos—, la lista de dioses griegos, según el erudito inglés Robert Graves, quedó como sigue:

DEIDADES OLÍMPICAS:

Zeus (Júpiter)                                     Hera (Juno)
Poseidón (Neptuno)                           Atenea (Minerva)
Apolo (Apolo)                                    Deméter (Ceres)
Ares (Marte)                                       Hestia (Vesta)
Hermes (Mercurio)                             Afrodita (Venus)
Hefestos (Vulcano)                            Artemis (Diana)

DEIDADES DEL AVERNO:

Hades (Pluto)                                     Perséfone (Proserpina)

(Cfr. Robert Graves: Hércules y yo, capítulo 3: «La elevación de los olímpicos».)

Así pues, las deidades del submundo, sitio de los muertos, traían tantos y tales malos designios, que su cifra había que dejarla fuera de toda mención, de todo orden y de toda secuencia. Un ejemplo de la aplicación de esta fobia en la misma novela de Graves, ocurre cuando Jasón mata a Apsirto, hermano de Medea, en una isla consagrada a Artemis en la boca septentrional del Danubio —según la versión del mito del Vellocino de Oro dada por Apolonio de Rodas en su poema épico Argonáuticas, que es también la seguida por Graves en cuanto a la narración de este episodio. Cuando Apsirto, habiendo capturado al Argo —luego de que la tripulación griega hubiera robado el Vellocino de Oro de Cólquida y emprendido la huída—, lo fuerza a hacer el viaje de regreso, escoltado entre sus 12 naves colcienses, de este modo provoca una suma de 13 naves. Así narra Robert Graves este evento:

“Esa noche bajó el Argo por la Corriente de Hinojos escoltado por las naves colcienses, seis delante y seis detrás, y así llegaron al mar. La flotilla ancló haciendo una línea cerca de la aldea brigia, con el Argo en el medio. Melampo de Pilos dijo sombríamente:
—Camaradas, ningún hombre en sus cabales envidiaría la situación de nuestra nave, vigilada como un criminal entre carceleros. Pero yo no desespero. ¿Quién, entre vosotros, ve lo que yo veo? Al primero que confirme mi presentimiento de liberación le daré mi collar de anillos de plata, ese que todos quisieran tener.
Largo rato estuvieron sin entender a Melampo, pero finalmente su camarada Corono de Girtón, que hasta ahora tenía fama de lerdo, exclamó:
—¡Yo veo lo que tú ves, Melampo! ¡Dame el collar!
—¿Qué es lo que ves, Corono? —preguntaron varios.
—Veo —dijo Corono— que Apsirto es ignorante, o atolondrado, o muy descuidado, porque ha agregado una nave extraña a su flotilla de doce y eso es un desafío frontal a la Decimotercera Deidad, cuyo nombre todo hombre prudente evita pronunciar”.

Hércules y yo no debe ser asumida como una mera novela de ficción, sino como una novela tesis que pretende demostrar en la práctica los estudios de Graves sobre la suplantación del matriarcado por el patriarcado, no sólo en Grecia, sino en un ámbito que alcanza cuanto menos a todo el área de los Balcanes, el norte de África, y en general todo el Próximo Oriente. Al culto sexual a la Diosa en esta área, Mircea Eliade —quien como Graves tendía a ver a la Diosa como una sola divinidad en distintos aspectos a lo largo y ancho de todo esa geografía— lo llamó “religión de la Madre que otrora reinó en una parte muy vasta de la región egeo-afro-asiática” (M. Eliade: Yoga, inmortalidad y libertad, capítulo VI: «El yoga y el tantrismo»). Se comprende —según el fragmento que citamos de la novela de Graves, y gracias a la reconstrucción histórica de la época arcaica que sólo un sabio como él  puede lograr con tal realismo— que la influencia del número 13 para los griegos no era una simple superstición mental: era un hecho concreto que los apoyaba en una predicción y delineación de lo que acontecería en el futuro, de la manera más objetiva; pues a la larga, realmente y contra todo pronóstico, gracias a la nefasta influencia del 13 los griegos lograron librarse de Apsirto y proseguir su viaje a Grecia para restaurarle el Vellocino de Oro el Zeus Lafistio.

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Graves data el viaje en busca de Vellocino de Oro alrededor de, o sea, ya en tiempos patriarcales. Esto significa que aún en esta época los dos sistemas que él llama irreconciliables, el matriarcado y el patriarcado, todavía se encontraban en pugna; y en verdad, debajo de este miedo griego al 13 se esconde otra cuestión, relacionada con un concepto acuñado por Graves, que hemos citado otras veces: la iconotropía. Es éste un término formado por la composición de eikon, ‘imagen’ o ‘símbolo’ + trópos, ‘dar un rodeo’ o ‘seguir un camino indirecto’, lo cual literalmente significaría ‘símbolo indirecto’; pero realmente lo que significa este concepto de iconotropía, en términos mitopoéticos, es, según la teoría del signo: desplazamiento del significado del símbolo pero manteniendo el significante. La iconotropía, gracias a este trastrueque de sentido que sin embargo conserva el significante, sirve muy bien a campañas de tergiversación que necesite realizar un sistema político y religioso vencedor contra el sistema político y religioso vencido.

Para el caso del 13, que en tiempos del culto a la Diosa era considerado exactamente lo contrario que después: un número sagrado, de muy buen augurio —como ocurre con esta cifra dentro de otras culturas no indoeuropeas, por ejemplo, la de Mesoamérica precolombina—, un número mágico que de hecho expresaba la cantidad de meses del año lunar —el calendario según el cual se regía no sólo la agricultura sino además la vida—, para el caso del 13 el método difamador de la iconotropía funcionó convirtiendo al 13 en símbolo de mal augurio, y otorgando esta misma cifra, con el nombre de siempre, a la deidad infernal —según un proceso religioso hegemónico nada diferente del realizado por el catolicismo colonizante, que  allí adonde llegó, en Europa o en ultramar, dictaminó que el Demonio tenía exactamente la misma figura del Dios vencido y colonizado.

Durante el ascenso patriarcal y olímpico en Grecia, antaño Pelasgia, fue una práctica habitual la tergiversación de mitos arcaicos prehelénicos, especialmente de aquellos mitos que proponían, para la religión de la Diosa, tradiciones sexuales orgiásticas, no monógamas ni patriarcales, y que establecían un centro femenino y sexual para la religión y la política (Cfr. Robert Graves, sus libros: Los mitos griegos y La Diosa Blanca). La fobia al número 13 es probablemente otra forma de erradicar la primacía que la mujer había tenido en la sociedad pregriega, demonizando sus símbolos femeninos, sus calendarios de fertilidad, tan relacionados con “promiscuos” cultos sexuales a la naturaleza y a la tierra, con poderosas y sicalípticas deidades femeninas, y con una magnífica ausencia de guerras de rapiña, y una loable carencia de afanes de expansión territorial, y de sometimiento del hombre por el hombre y de la mujer por el hombre.