En cualquier edición del Quijote de Cervantes ―en especial en cualquier edición crítica, con gran profusión de notas― ocurre siempre un hecho curioso. Y es que cuando el Quijote o Sancho hablan de “las buenas partes” de Dulcinea ―cosa que hacen con cierta frecuencia―, los editores se apresuran a poner una nota al pie, para que por nada del mundo el lector vaya a pensar que Cervantes, en la voz de sus dos más célebres personajes, se está refiriendo a “parte corporal” alguna ―léase “bienes genitales femeninos”― de la más famosa de las damas del Toboso. Y lo mismo puede decirse de cuando cualquier otro personaje habla de las “buenas partes” de una mujer.
Ésta es, por ejemplo, una nota de las frecuentes notas al pie aclaratorias del editor, que se hace cuando Cardenio ―en el capítulo XXIV de la primera parte de la novela― se refiere a las “buenas partes” de la labradora a quien Fernando sedujera con engaños:
“Buenas partes es lo mismo que buenas cualidades. Vuelve a decirse poco más adelante: «doncella de tan buenas partes adornada», y en el capítulo siguiente: «la reina Madásima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes»”.
Contextos sumamente equívocos para el lector contemporáneo, con la mente maliciosa y altamente infoxicada de sexo. En esta misma guisa, dirá Sancho: «Digo que no la he visto tan despacio ―dijo Sancho― que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero así, a bulto, me parece bien».
Es cierto que en el español del siglo XIV, las «buenas partes» se refieren a valores éticos o mentales, y que si al referirse a «las buenas partes» de Dulcinea Sancho ―pues el Quijote nunca lo haría― se estuviera refiriendo a las nalgas, a los pechos, o incluso a la vulva, entonces incurriría en lo que Auerbach aristotélicamente llama combinación de los estilos bajo y elevado ―lo cual en verdad, dentro del Quijote ocurre con toda frecuencia.
Así pues, salta la pregunta de si el Quijote alguna vez se refirió a ese tipo de «partes» de Dulcinea. Y la respuesta es que… ¡sí, sí lo hizo!, sorprendentemente ―como se podrá ver al final del pasaje que a continuación citaremos.
En este caso el Quijote, por supuesto, no usa la frase «buenas partes», y aunque se refiere a la cuestión con una perífrasis: «las partes que a la vista humana encubrió la honestidad», no deja de regalarnos el deleite de saber que su idea sublime de Dulcinea como mujer total, lo incluye todo.
―De ese parecer estoy yo ―replicó el caminante―; pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a sus damas con tanta gana y devoción como si ellas fueran su dios: cosa que me parece que huele algo a gentileza.
―Señor ―respondió don Quijote―, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería dantesca que el caballero andante que al acometer algún gran fecho de armas tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete. Y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra.
―Con todo eso ―replicó el caminante―, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y de una en otra se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos, y a tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también, que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra; mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano; cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados.
―Eso no puede ser ―respondió don Quijote―: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas. Y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
―Con todo eso ―dijo el caminante―, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
―Señor, una golondrina sola no hace verano, cuanto más que yo sé que de secreto estaba ese
caballero muy bien enamorado, fuera que aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían, era condición natural, a quien no podía ir a la mano… Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció del secreto caballero.
―Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado ―dijo el caminante―, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión; y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama, que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
―Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el inundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas.
(Tomado del capítulo XIII de la primera parte)
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