Hay que empezar por decir que Las mil y una noches es un libro sumamente racista, o tal vez ello sea sólo el reflejo del mundo racista de aquella época —que quizás dure ¿hasta hoy? En los cuentos de Las mil y una noches todos los adúlteros, violadores, eunucos, esclavos, traidores, delincuentes y crápulas, son por regla general personas negras —traídas a la fuerza del África subsahariana en calidad de esclavas por los traficantes árabes—, y ninguna lengua se ahorra improperios racistas a la hora de imprecarlos: “¡Oh negro, hijo de negro, hijo de esclavos!” —llama la reina Abriza con indignación a un eunuco negro durante la noche 52, después de la noche antes haber sentido “que lo rechazaba su corazón y que su aspecto le desagradaba grandemente”.

Porque, quede dicho de una vez, en Las mil y una noches, la belleza física, el color claro —ya que no blanco sino aceitunado— de la piel, son un don de Alá para el deleite terrenal de la vista del buen musulmán; tanto como el cuerpo contrahecho y el color oscuro de la piel —ya que negro—, son castigos de Alá con los que sus fieles deben deleitarse burlándose.

Realmente, en materia de belleza física y teología del pecado, nunca habíamos leído un enfoque tan virulento y retorcido como el que expresa este fragmento de Las mil y una noches: “¡Sepan que el simple hecho de mirar la cara de una persona fea constituye el pecado más grande contra el espíritu” (Noche 81).

Con todo esto queremos decir que un eunuco será siempre “negro y feo” por castigo divino, y un rey será siempre “hermoso y de piel más clara” por decreto de Alá. Entre ambos cabe toda la medianía del mundo racista. Éste es un de los aportes árabes a la esclavitud y al genocidio que reinaran en Eurasia —y en África “por añadidura”— desde la Antigüedad hasta ayer, y tal vez ¿hasta hoy?

La función del eunuco: ser guardián del harén

Las funciones de un eunuco, guardián de la puerta del harén o harem —es decir, el conjunto de las habitaciones femeninas o gineceos más inaccesibles de la casa, en que permanecen recluidas las esposas del árabe—, son, por supuesto, no dejar pasar a nadie bajo ningún concepto, ni mujer ni mucho menos hombre.

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Pero este rol de guardián no excluye tocar y revisar hasta la desnudez, bajo pretexto de escrutinio, a cada tríptico femenino mujer-esposa-esclava —tan inextricablemente unidas están estas facetas en el mundo árabe— que cruce la puerta del palacio o del harén. Así puede verse en el siguiente fragmento de los cuentos 134 y 135 de Las mil y una noches:

“Salieron los dos y echaron a andar hasta la puerta del palacio, cuyo guarda era precisamente el jefe de los eunucos en persona. Y al ver a aquella desconocida, el jefe de los eunucos preguntó a la vieja: ‘¿Quién es esta joven que nunca he visto? Has que se acerque, para que la pueda examinar, pues las órdenes son terminantes. La he de palpar en todos sentidos, y la he de desnudar, si es preciso, porque están bajo mi res­ponsabilidad estas esclavas nuevas. Y como a ésta no la conozco, ¡dé­jame que la palpe con mis manos y que la mire con mis ojos!’ Pero la vieja se escandalizó, y dijo: ‘¿Qué dices, ¡oh jefe de los eunucos!? […] ¿No sabes que esta esclava ha sido llamada por la princesa para utilizar su arte de bordadora? ¿No sabes que es una de las bordadoras de esos admirables dibujos de la princesa?’ Pero el eunuco refunfuñó: ‘¡No hay bordados que valgan! ¡He de palpar a la recién venida, y examinarla por todos lados, por de­lante, por detrás, por arriba y por abajo!’

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Al oír estas palabras, la vieja desató su furor, se plantó delante del eunuco, y dijo: ‘¡Y yo que te había tenido siempre por modelo de cortesía y de buenos modales! ¿Qué te ha dado de repente? ¿Quieres que te expulsen del palacio?’ Y volviéndose hacia Diadema, le gritó: ‘¡Hija mía, perdona a este jefe! ¡Son bromas suyas! ¡Pasa, pues, sin temor!’

Entonces Diadema franqueó la puerta moviendo las caderas y dirigiendo una sonrisa por debajo del velillo al jefe de los eunucos, que quedó asombrado ante la belleza que dejaba entrever la leve gasa”.

El eunuco ideal es un negro fuerte y fiel; pero esto no es suficiente: los impulsos de las gónadas siempre hacen perder la cabeza al hombre más fiel. Y por eso al eunuco… ¡se le extirpan los testículos!, y a veces incluso el pene —en ocasiones, aún siendo niño. Es decir, rectificando: el eunuco ideal es un negro fuerte, fiel y castrado, para que él mismo no tome sexualmente —con todo gusto por parte de las deseosas mujeres encerradas— lo que se supone que debe cuidar. Sin embargo, ¿es suficiente capar al eunuco para eliminar de él todo deseo sexual? Difícilmente esto sea así, y hay cuentos que lo narran.

Como se sabe, el semen no se forma solamente en los testículos, sino que es la sumatoria del aporte de varias glándulas más, cuyos fluidos se mezclan justo en el momento de la eyaculación. De hecho, en términos puramente sexuales y no procreativos, muchas veces se considera que la próstata, órgano interno, es la principal glándula sexual masculina. Técnicamente hablando, si extirpas los testículos, sólo has vuelto infértil el semen que el resto de las glándulas sexuales masculinas seguirán aportando. Por lo que, al castrarle los compañones (testículos) y dejarle el zib (pene), quizás estés incluso facilitando el trabajo adúltero —pues nunca habrá embarazo— entre el desocupado eunuco y las siempre anhelantes mujeres del harén, que eran esposas para el sexo una vez al año.

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A veces incluso se establecían estrechas relaciones sexuales entre el eunuco y la esposa o esposas que él debía cuidar —como podrá verse con detalle en el relato que citaremos completo a continuación de esta nota introductoria, titulado «Historia del negro Sauab, primer eunuco sudanés», y narrado por el propio Sauab a sus colegas eunucos durante la noche 38 de Las mil y una noches. Sauab, a los quince años, fue castrado —de testículos solamente— como consecuencia de ser cuasi violado por una avispada amiguita suya, con mucho gusto de parte de ella y de él. Y ya casada ella con otro hombre, ambos continuaron encontrándose a escondidas para hacer sexo, sin que importara demasiado que fuera a sólo zib sin campánulas ovoides.

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Que nadie vaya a imaginar que acumular esposas en harenes y gineceos es sinónimo de que el sultán, rey, visir, sátrapa, rajá, maharajá —o cualquier otro hombre sobre la faz de la tierra que haya tenido riqueza suficiente para coleccionarlas— fuera capaz de complacerlas a todas, o a una siquiera. Nada de eso. Quien se complacía era el hombre-esposo-dueño, que en la práctica usaba a una cada vez, de vez en vez, sin entrar demasiado en relaciones profundas que se le complicaran. Así, cada “esposa” era visitada muy espaciadamente, y algunas no eran visitadas nunca. Había sultanes de 365 esposas, una para cada día del año —si no es que de una semana a la otra repetía con algunas preferidas, y a la del turno en la fila se le trasladaba a quién sabe cuándo.

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Un harén no es más que una bodega amueblada y llena de gran provisión de mujeres, para empezar: siempre vírgenes como huríes, con frecuencia obtenidas como esclavas, de las que el dueño se sirve a su antojo —para esas masturbaciones asistidas que él llama coito, casi siempre usándolas a manera de úteros en pie de cría para fabricar un primogénito heredero—, mientras las mantiene a todas bajo llave, so pena de un menú de castigos que va desde el azote y la lapidación hasta la decapitación —especialmente si su pecado es de tipo sexual, en cuyo caso se las ejecuta con toda alevosía. La llave principal del harén es precisamente el eunuco, y no era muy extraño que el harén, en sumo secreto, se convirtiera en un lupanar regenteado por el mismo guardián. Él cobraba, y a ellas no les hacía falta: sólo deseaban algo del deleite sexual que su común esposo no era capaz de darles.

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Historia de Sauab, primer eunuco sudanés

“Sabed, ¡oh mis hermanos! que apenas tenía cinco años de edad cuando el mercader de esclavos me sacó de mi tierra para traerme a Bagdad, y me vendió a un guardia de palacio. Este hombre tenía una hija que en aquel momento contaba tres años. Fui criado con ella, y era la diversión de todos cuando jugaba con la niña, y bailaba danzas muy graciosas y le cantaba canciones. Todo el mundo quería al negrito.

Juntos crecimos de aquel modo, y yo llegué a los catorce años y ella a los diez. Y nos dejaban jugar juntos. Pero un día entre los días, al encontrarla sola en un sitio apartado, me acerqué a ella, se­gún costumbre. Precisamente acababa de tomar un baño en el ham­mam, y estaba deliciosa y perfumada. En cuanto a su rostro, parecía la luna en su decimocuarta noche. Al verme corrió hacia mí, y nos pusimos a jugar y hacer mil locuras. Me mordía y yo la arañaba; me pellizcaba y yo la pellizcaba también; pero de tal modo, que a los pocos instantes el zib se me levantó y se me hinchó. Y semejante a una llave enorme, se me dibujaba por debajo de la ropa. Entonces se echó a reír, se me vino encima, me tiró de espaldas al suelo y se colo­có a horcajadas sobre mi vientre; y empezando a restregarse con­migo, acabó por dejar mi zib al aire. Y al verlo erguido y poderoso, lo cogió con una mano y frotó y cosquilleó con él los labios de su vulva por encima del calzón que llevaba puesto. Pero estos juegos vinieron a aumentar de un modo alarmante el calor que sentía. Y la estreché entre mis brazos, mientras que ella se me colgaba del cuello apretándome con todas sus fuerzas. Y he aquí que súbitamente mi zib, como si fuese de hierro, le atravesó el pantalón, y penetrando triun­fante le arrebató la virginidad.

Una vez terminada la cosa, la niña se echó a reír otra vez, y volvió a besarme, pero yo estaba aterrado con lo que acababa de ocu­rrir, y me escapé de entre sus manos, corriendo a refugiarme en la casa de un negro amigo mío.

La niña no tardó en volver a su casa, y la madre, al verle la ropa en desorden y el pantalón atravesado de parte a parte, lanzó un grito. Después, examinando el lugar que se oculta entre los muslos, ¡vio lo que vio! Y se cayó al suelo, desmayada de dolor y de ira. Pero cuan­do volvió en sí, como la cosa era irreparable, tomó todas las precau­ciones para arreglar el asunto, y sobre todo para que su esposo no supiera la desgracia. Y tal maña se dió, que pudo conseguirlo. Trans­currieron dos meses, y aquella mujer acabó por encontrarme, y no dejaba de hacerme regalitos para obligarme a volver a la casa. Pero cuando volví no se habló para nada de la cosa, y siguieron ocultán­doselo al padre, que seguramente me habría matado, y ni la madre ni nadie me deseaba mal alguno, pues todos me querían mucho.

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Dos meses después la madre consiguió poner en relaciones a su hija con un joven barbero, que era el barbero de su padre, y con tal motivo iba mucho a casa. Y la madre le dió una buena dote de su peculio particular y le hizo un buen equipo. En seguida llamaron al barbero, que se presentó con todos los instrumentos. Y el barbero me ató y me cortó los compañones, convirtiéndome en eunuco. Y se celebró la ceremonia del casamiento, y yo quedé de eunuco de mi amita, y desde entonces tuve que ir precediéndola por todas partes, cuando iba al zoco, o cuando iba de visitas o a casa de su padre. Y la madre hizo las cosas tan discretamente, que nadie supo nada de la historia, ni el novio, ni los parientes, ni los amigos. Y para hacer creer a los invi­tados en la virginidad de la novia, degolló un pichón, tiñó con sangre la camisa de la recién casada, y según costumbre, hizo pasear esta camisa al acabar la noche por la sala de reuniones, por delante de to­das las mujeres invitadas, que lloraron de emoción.

Desde entonces viví con mi amita en casa de su marido el barbero. Y así pude deleitarme impunemente y en la medida de mis fuerzas con la hermosura y las perfecciones de aquel cuerpo delicioso, pues aunque había perdido otras cosas, me quedaba el zib. De modo que sin peli­gro, y sin despertar sospechas pude seguir besando y abrazando a mi ama, hasta que murieron ella, su marido y sus padres. Entonces pasa­ron a mí todos los bienes, y llegué a ser eunuco de palacio, igual que vosotros, ¡oh mis hermanos negros! Tal es la causa de que me cas­traran. Y ahora, la paz sea con vosotros”.

(Tomado de Las mil y una noches, noche 38.)

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