En Las mil y una noches puede leerse el siguiente fragmento:
“«sólo te pediré una cosa, ¡oh Aziz!» Y yo dije: «¿Qué cosa?» Y contestó: «¡Que hagas conmigo lo que hace el gallo!» Y yo, más asombrado, pregunté: «¿Pero qué hace el gallo?» Al oír mi pregunta, soltó una sonora carcajada, tan fuerte, que se cayó de trasero; y se puso a trepidar de alegría, palmoteando. Después dijo: «¿Es posible que no conozcas el oficio del gallo?» Y yo contesté: «¡No, por Alah! ¡No conozco ese oficio! ¿Cuál es?» Y ella dijo: «¡El oficio del gallo, ¡oh Aziz! es comer, beber y copular!» Entonces, verdaderamente confuso al oírla hablar así, dije: «¡Por Alah! No sabía que hubiese tal oficio». Y ella contestó: «Es el mejor de todos los oficios. ¡Conque ánimo ¡oh Aziz! ¡Cíñete el cinturón, fortalécete los riñones, y ojalá lo hagas dura y secamente, mucho tiempo!»
[…] Y nos quedamos los dos solos en la gran sala de las cuatro arcadas de cristales. Y entonces la joven se desnudó, y vino hacia mí sólo con la fina camisa sobre la piel. ¡Y qué camisa! ¡Y qué bordados! Llevaba todavía el calzón, pero se apresuró a hacerlo resbalar. Enseguida me cogió de la mano, me llevó hacia el fondo de la amplia alcoba, y se echó conmigo en la gran cama de oro. Y jadeante, exclamó: « Ya nos está permitido todo esto, pues no es vergonzoso lo que es lícito». Y se tendió ágilmente, y me atrajo junto a ella. Después exhaló un largo suspiro, seguido de un estremecimiento y de algunas monadas llenas de coquetería, acabando por levantarse la camisa hasta más arriba de los riñones. Entonces ya no pude refrenar por más tiempo mis deseos, y después de haberle chupado los labios, mientras que desfallecía, se estiraba y cerraba los ojos, penetré en ella de parte a parte. Y así comprobé la exactitud encantadora de estos versos del poeta:
¡Cuando la joven se levantó el vestido, mi vista se pudo extender sin ninguna dificultad por la terraza de su vientre! ¡oh que jardines!
Y descubrí su entrada que era tan estrecha y tan difícil como mi paciencia y mi vida!
¡Pero de todos modos pude penetrar en ella a la fuerza, aunque sólo a medias! Entonces ella exhaló un gran suspiro. Y yo dije:
«¿Por qué suspiras?» Y ella contestó: «¡Por la segunda mitad, ¡Oh luz de mis ojos!»En efecto, una vez que hicimos primeramente eso, me dijo: «¡Obra como quieras! ¡Soy tu esclava sumisa! ¡Anda! ¡Ven! ¡Tómalo! ¡Por mi vida sobre ti! ¡Dámelo mejor, para que con mi mano lo haga penetrar en mí, y me calme las entrañas!» Y no cesó en sus suspiros ni en sus gemidos, entre besos, transportes, movimientos y copulaciones, hasta que nuestros gritos se extendieron por toda la casa y alborotaron toda la calle. Después de lo cual nos dormimos hasta por la mañana”.
Fragmento y poema extraídos de Las mil y una noches, específicamente de los episodios que se narran durante las noches 123 y 124 —que, dicho sea de paso, forman parte del relato que viene inmediatamente después de la historia de Aziz y Aziza (entre las noches 112 y 121), que el realizador italiano Pier Paolo Pasolini adaptara para su film Las mil y una noches (1974).
Puede que el poema original en árabe haya estado propiamente en versos, pero los versos a veces suelen perderse durante la traducción, debido a las dificultades que presenta combinar la métrica y la rima del español con el contenido literal, sin que ello afecte el sentido original. Ante la necesidad de sacrificar una de estas dos cosas, forma o contenido, el que es buen traductor —para no convertirse, como se dice, de traduttore (traductor) en traditore (traidor)— no sacrifica el contenido, sino precisamente la forma de verso, de modo que el poema traducido termina siendo prosa poética.
De cualquier forma, esta prosa poética de Las mil y una noches —junto con la narración que le sirve de marco— resulta muy instructiva en muchos sentidos, principalmente en el sentido sexual. La literatura y el arte, en general, suelen retratar no sólo los hechos sino también los ideales de una cultura, y por esto mismo llegan a expresar, más que el acontecer histórico concreto, el deseo arquetípico del los pueblos. Con mucha frecuencia en Las mil y una noches aparece el tema de la “vagina estrecha” —tan estrecha, que el hombre casi no puede penetrarla y le provoca incluso dolor, cuestión que es paradójicamente vista como algo positivo—, lo cual se supone que es una característica sexual femenina idónea, que determina que el sexo funcione bien por sí solo “a las mil y una maravillas”. Esto, por supuesto, no es más que un prejuicio muy viejo, que por cierto llega hasta nuestros días. Resulta curioso que, principalmente en materia de sexo, los prejuicios humanos parecen cincelados en el bronce del subconsciente; y decimos esto porque, a pesar de que los prejuicios no resuelven nada y sólo provocan sufrimientos, permanecen vivos con la tenacidad del acero.
A las mujeres árabes que crean en la realidad sexual que les pinta este poema —y en general miríadas de pasajes más de Las mil y una noches— debe ocurrirles lo que decía Nietzsche que les ocurría a las mujeres griegas de la Antigüedad: sufrían enormemente porque su físico no tenía nada que ver con los ideales de belleza helénicos: la mujer árabe sufrirá porque el acto sexual de las noches árabes literarias no tiene nada que ver con el de las noches árabes de la vida real. Tal vez la voz de la mujer árabe, salvo excepciones, permanece silenciada desde hace siglos; pero si preguntamos a la protagonista del film Syngué Sabour (Atiq Rahimi, 2012), o a la esposa sin nombre de Miel (Semih Kaplanoglu, 2010), ambas dirán que los actos sexuales que pinta Las mil y una noches no son sino puros cuentos: el acto sexual con sus esposos no existe —sólo aquella vez, para fabricar al hijo. En este menester de representar la realidad real de la vida íntima de la mujer, el cine árabe de los últimos tiempos está siendo mucho más honesto que lo que ha sido la literatura árabe tradicional, con sus efritas lascivas, sus huríes, y sus concubinas insatisfechas encerradas en el harén.
Y sin embargo. Y sin embargo, casi todos los actos sexuales de Las mil y una noches funcionan gloriosamente bien: todas las vulvas son pequeñas, estrechas y vírgenes, todos los penes son enormes, erectos como palancas, y capaces, no ya de permanecer haciendo sexo sin eyacular toda la noche, sino incluso de eyacular muchísimas veces seguidas, y a pesar de todo, seguir haciendo el sexo desde la medianoche hasta el amanecer. ¿Acaso alguien puede creerse todo esto? ¿Quién que haya hecho el sexo habitual alguna vez no sabe que por lo general —y quién sabe por qué— el acto sexual no funciona, o cuando más, tenemos que tapar esta insuficiencia sexual con la idea de que todo ha marchado a las mil y una maravillas? Las excepciones en este sentido sólo vienen a confirmar la regla.
El sexo representado en Las mil y una noches es ni más ni menos que el ideal de cómo los árabes desearían que funcionara su acto sexual. Tener ideales es bueno… siempre que dejen de serlo algún día para convertirse en realidad. Si nunca llegan a ser realidad, los ideales se vuelven un lastre, un disfraz de la realidad sexual que no funciona. Es mejor no olvidar que el tamaño de los genitales no importa en lo absoluto para hacer bien el sexo: todos los genitales son perfectos para hacer el amor, y lo que es necesario cambiar son otras cosas.
Lo más honesto de este poema de Las mil y una noches es el contexto en que se declama. Es hermoso que esta muchacha tan sexualmente desinhibida —y por eso tan parecida a la Ḍombī que recomienda el Tantra como amante idónea— suspire anhelante por que su hombre le termine de entregar toda la otra mitad de su pene. Es hermoso ver a una mujer que va más allá de todo lastre moral y no se engaña escondiendo sus propios anhelos sexuales. Pero ojo con la sabiduría intuitiva femenina, que casi siempre lleva buen rumbo: lo principal que ella le había dicho al inicio a Aziz no fue que le hiciera a ella sexo “dura y secamente”, sino que se lo hiciera por “mucho tiempo”.
Ya en El jardín perfumado de Jeque Nefzawi —manual erótico de la misma tradición árabe—, su autor escribía que toda mujer anhela a un hombre capaz de hacer “un acto sexual prolongado” porque “no está apurado por descargarse”, y es capaz de lograr “una emisión demorada” y “una eyaculación lenta en llegar, de modo que proporcione un interminable gozo”. La propia tradición árabe les ha dado la solución, y sólo falta ponerla en práctica. La cuestión principal con Aziz y la muchacha del cuento de Las mil y una noches es la siguiente: “el oficio del gallo” siempre es machista y autoenfocado, por lo que nunca dura toda una noche, sino que no pasa más allá de unos pocos segundos. Salvo que el hombre quiera incurrir en el único pecado real que existe, que es tratar a la mujer como un animal hembra —y no como la sofisticada Diosa Sexual que ella es—, sin dudas él debe aprender a hacer bien el amor.
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