a Samuel Feijóo, por enseñarnos que

una mujer es hermosa también cuando

orina “sus campos, donde cantó

y jugó de niña”.

Los hombres que aman realmente —sexualmente— a las mujeres, suelen adorar también escucharlas orinar, y aun con-templarlas en ese trance placentero de hacer aguas tibias a través de sus vulvas olorosas como frutabombas de las que mana la miel natural.

Unir lo bajo con lo alto, lo terrenal con lo divino

Tal vez ese ondulado amor a la mujer que “da aguas de su cuerpo”, sea una realización más de la noción tántrica de que adorar sexualmente a la mujer es sentir devoción no sólo por su vulva, sus pechos, sus curvas, su ombligo punto final de la Creación, su voz cristalina y su feminidad de Diosa, sino también por todo-todo lo que sale de su divino cuerpo-que-lo-da-todo.

La sublimación erótica de la energía sexual —“derretir la gota blanca [semen]” según el término Vajrayana, lo cual es lo mismo que “la energía seminal subida a la cabeza”— durante el más apasionado coito, hace que todo aroma femenino se transmute en perfume divino de mujer.

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Esto, llevado a un extremo, patológico tal vez, es lo que genera la parafilia o “desviación” sexual llamada urofilia —o también denominada urolagnia u ondinismo—; es decir, la excitación sexual generada casi únicamente por la orina y la micción del amante, quizás vertida directamente sobre el propio cuerpo.

El término “lluvia dorada” —tan burdamente explotado por el porno— tiene un origen mítico: una lluvia seminal enviada desde el cielo fue el medio que Zeus halló para embarazar a Dánae, quien más adelante dará a luz al semidiós Perseo. Cabe preguntarse por qué esta escena de Dánae desnuda, recibiendo la lluvia dorada, ha sido tantas veces llevada al lienzo de todos los tiempos: Gossaert, Correggio, Tiziano, Tintoretto, Rembrandt, Klimt y otros, pintaron sendos cuadros in media res.

Puede que existan personas que sientan rechazo por la imagen de la mujer orinando; pero es bastante frecuente descubrir lo contrario, incluso bajo otra apariencia. En la Red actual, notablemente dentro de dominios especializados en compartir imágenes —como Flickr o Wikimedia Commons—, la gente gusta de subir y bajar fotos cuyo asunto es únicamente la belleza de la mujer al orinar en cualquier circunstancia.

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En el cine, la belleza de la mujer orinando podemos contemplarla, por sólo poner algunos ejemplos: en el film Eyes Wide Shut (Ojos bien cerrados) —durante la escena, al inicio del film, en que Alice (Nicole Kidman) orina en el retrete, con la braguita negra a medio muslo, y se seca dulcemente la vulva con un papelillo sanitario—; en Une vraie jeune fille (Una chica verdadera) de Catherine Breillat, película en la que podemos disfrutar de otra Alice hedonista en el váter; y en el Monamour de Tinto Brass, en la escena en que Marta y Silvia conversan animadamente de retrete a retrete mientras orinan en un baño decorado con viejas escenas eróticas romanas. Lo patológico de la urofilia fue también llevado al cine, por Pier Paolo Pasolini, durante ciertas escenas de su cruda Saló o los 120 días de Sodoma.

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Dentro de los términos de “lo normal”, incluso el arte “más serio” no ha dejado de representar el amor por la delicadeza femenina en el acto de orinar. El pintor francés rococó François Boucher —quien junto con su compatriota impresionista Pierre-Auguste Renoir ha sido uno de los artistas plásticos que más han expresado en sus cuadros un amor devocional por el cuerpo femenino— sintió fruición también al representar la gracia de las damas al orinar. En el siguiente cuadro, la rosa que está en el suelo en significativa posición —casi entre las piernas de ella— comparte con la dama los rosados y los verdes de su piel y sus vestidos. La simbología vulvar de la flor es evidente.

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En la literatura, en su novela La celosía, creemos recordar —pues ambos la leímos hace ya muchos años— que Alain Robbe-Grillet narra una escena en la cual el personaje, al hacer sexo oral a la vulva, descubre con extraña fruición que no hace mucho ella ha orinado.

Teresa orinando en la tierra

En el siguiente fragmento de la novela Juan Quinquín en Pueblo Mocho, del poeta, novelista, artista plástico y etnólogo cubano Samuel Feijóo, el protagonista, Juan Quinquín, hombre de campo, se estremece al escuchar orinar de noche en la tierra a su mujer Teresa Canelo. Es interesante que Feijóo haya elegido narrar, si bien sutilmente, esta faceta de la vida sexual. Es claro que la novela, ubicada en el campo de Cuba, no tiene por qué evitar estos contactos con lo bajo. Pero aun así podría haberlo evitado, y no lo hizo. Nos describe a Juan, hombre criollo y formal, estremecido de repente al escuchar la orina de Teresa “su reina” —como él mismo le decía—, golpeteando en la tierra, como preámbulo del acto sexual que sobreviene.

Sobre el fenómeno criollo —que se nota en el fragmento— de aspirar las letras h al inicio de las palabras: jamaca por hamaca, jachero por hachero, y sobre la pobreza extrema de los campos de Cuba en esa fecha —la década del ’50 del siglo XX—, queremos hacer, para terminar esta introducción, una anécdota. Nos contó la madre de una amiga nuestra, quien vivió su infancia durante aquella década en el extremo occidental de la Isla de Cuba, que cierto día, en su aula de enseñanza primaria —rancho bastante humilde—, ocurrió el siguiente evento. Los hijos de los campesinos asistían al aulita vestidos con lo que pudieran, a veces sin zapatos, tal vez provocando anécdotas como aquella famosa de Raúl Ferrer, el tío de Pedro Luis Ferrer el trovador.

Corría la clase de lectura, que en ese momento se reducía a aprender a leer. La maestra se empeñaba en ayudar a aprender a leer a Juancito, niño muy humilde y muy respetuoso —que bien podría haber sido Juan Quinquín cuando niño, salvo por un detalle—, y le exhortaba a que dijera las dos sílabas que estaban escritas en una de esas láminas que contienen también un dibujo del objeto al que la palabra, dividida en sílabas, denomina. Decía la maestra:

—A ver, Juancito, ¿qué dice aquí?
—No sé, seño.
—¿No entiendes todavía las sílabas de esta palabra?
—No, seño.
—Vamos, anímate. Fíjate en el dibujo de arriba. ¿Qué es?
—No sé, seño.
—¿No sabes? Fíjate bien.
—…
—Vamos, ¿dinos en qué tu duermes? Esa es la palabra que está escrita aquí.
—…
—A ver, ¿en qué tú duermes? Dinos…
—En una jumaca, seño —respondió el niño avergonzado, con el rostro colorado y bajo—. Nunca he visto eso de ahí.

Y nadie se rio. Porque no era un chiste. El niño, a lo largo de toda su corta vida, sólo había dormido en hamaca, y no conocía cama.

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Fragmento de la novela Juan Quinquín en Pueblo Mocho, de Samuel Feijóo

“Bajaron hacia unos cafetales, y, en el costado de un cerrito, vieron el rancho. Este era viejo, un poco inclinado a un costado, el guano del techo en mala condición.

—Es una casa y más na… —dijo Juan.
—En una semana levantamos un rancho de primera —anunció el Jachero.

Teresa entró, tímida, en la casa. Había una cama, de estilo antiguo, de hierro, con pilares rematados en bolas de metal. Los tapumes olían a fresco. El Jachero había hecho bien su trabajo. Se encaminó a la cocina y dijo:

—Ya tengo colgá aquí mi jamaca. Y aquí me duermo…

Se descalzó y se echó vestido en ella. Al momento, roncaba.

Juan se desvistió y se acostó rendido por la fatiga del intenso día. Teresa salió por la puerta del fondo del patiecito. Juan se estremeció en la cama cuando la sintió orinar”.

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