Tomando en cuenta la “lógica” del proceso de homogenización física y mental a que está siendo sometida actualmente la población mundial, especialmente la femenina —aunque no sólo—, al parecer se está intentando crear de ese modo a la nueva ciudadana del “mundo unificado” —esa nación mundial cuya bandera sería la Star-Spangled Banner, pero con un planeta Tierra en lugar de estrellas, como jocosamente parodia el Futurama (Tiempo a trompicones) de Matt Groening—, es decir, la mujer de todas las latitudes educada en el credo consumista bajo el reinado del Mercado —que ya no de la religión o las utopías sociopolíticas, como había ocurrido en los dos milenios anteriores.
Pero lo peor de esta cara oscura de la globalización que es la homogenización, es que paso a paso se ha ido normalizando la idea de que el estereotipo de belleza física “correcto” para toda mujer es el occidental, que ella deberá haber adquirido “por vía natural” —menos del 1% de las mujeres nacen cumpliendo con esos cánones de belleza—, pero, para la mayoría de las mujeres, tendrá que ser adquirido por vía cosmética o de cirugía plástica, de “corrección” corporal e implantes; y por supuesto, abonando fuertes sumas de dinero para ello.
¿Nos preguntamos quién gana algo con todo este absurdo de los cánones de belleza? De seguro que no es la mujer quien gana, y ni siquiera gana nada el hombre que la desea; sino que quien gana es el Mercado que la explota y la usa como batería humana para favorecer la opulenta vida de una ínfima fracción de la población mundial.
No sólo mediante las armas o mediante la imposición de idiomas, religiones o modelos socioeconómicos y políticos ajenos se decultura y acultura a una nación. Casi todas las épocas han sido tiránicas en el sentido de establecer también sus propios ideales de belleza, por lo general mediante imposición ideológica de parte de metrópolis que, de este modo racista, legitimaban aún más su dominación sobre los vencidos por vía bélica o política. De estos degradantes métodos de guerra cultural estereotípica no están libres, por sólo poner algunos ejemplos, ni la dinastía sargónida con respecto al resto de Mesopotamia, ni las dinastías faraónicas egipcias con respecto a todos los habitantes del valle del Nilo e incluso del África subsahariana, ni la Grecia clásica con respecto a los Balcanes y al Mediterráneo oriental, ni el imperio romano con respecto al resto del mundo conocido y conquistado, ni la Península Ibérica con respecto a sus numerosas colonias de ultramar. Todos ellos, de un modo u otro, terminaron dictando los patrones físicos de las mujeres de sus propias naciones como formas únicas de belleza que, generación tras generación, los dominados terminaron percibiendo como “reales y objetivos”.
Pero sin duda alguna nuestra época ha ganado la medalla de oro al absurdo de la hegemonía basada en la apariencia física, gracias a que, hoy como nunca antes en la historia de la humanidad, a través de las autopistas de la información se han ido estandarizando y globalizando cada vez más los estereotipos físicos y mentales, hasta el punto de que, en un futuro no muy lejano, probablemente “ser bella” sea identificado con una única apariencia en todos los rincones del mundo.
La vida en nuestro planeta siempre ha sido sinónimo de diversidad, y ello también es así en cuanto a las formas de lo bello. No es necesario reiterar demasiado que, por ejemplo, la belleza en el reino de las flores rara vez se repite de una especie a la otra, e incluso, de una flor a la otra de la misma especie, las formas, los colores, las proporciones, las disposiciones fluctúan ligeramente. ¡Y quién puede imaginar algo más bello que las flores en toda su infinita pluralidad! Si exceptuamos, claro está, para nuestro caso, a la mujer, que es la diosa indiscutible de la belleza en la diversidad.
En la medida en que nuestra especie se ha ido separando de la naturaleza, hemos ido olvidando —para nuestro propio mal— principios tan obvios como que la vida se fortalece y se expande a través de la diversidad, y que cada mujer es un universo de belleza específica, con sus propias leyes absolutas e incomparables. Sólo el desgaste sexual masculino provoca a la larga esta discriminación física contra las mujeres; y por eso nos parece que sólo a través del poder de la pasión sexual —si es que el hombre definitivamente aprende a hacer bien el sexo—, podremos librarnos de un distópico y nada bello futuro en que todas las mujeres seamos casi idénticas física y mentalmente.
Deja tu comentario