¡Hacer el sexo bien es
lo más rico que hay en la Tierra!
(Así nos dijo una muchacha
que conocemos)
Toda mujer no es ni santa ni puta: es ambas cosas al mismo tiempo en todos los momentos de su vida. Estas palabras son ofensivas sólo porque están tajantemente separadas, tal como están actualmente separados esos dos aspectos esenciales de la psiquis femenina y del cuerpo de la mujer.
Cuando la mujer espiritual y la mujer sexual son dos personas distintas, entonces el hombre tiene a la esposa en casa, y va a buscar a la otra en la calle. Pero cuando la mujer sintetiza en sí todo esto, el hombre lo encuentra todo junto en ella. Cuando lo espiritual y lo sexual van juntos, la mujer es todo a la vez y nada por separado: es dulzura, es espíritu y carne, cielo y tierra al mismo tiempo: es madre ejemplar, esposa virtuosa y amante sin vergüenza. Los anhelos más sublimes y espirituales de la mujer no son diferentes de sus deseos más terrenales, carnales y apasionados. Si ella no vive todas estas experiencias con su pareja, permanece confundida o malhumorada, y también ella un día se irá a buscarlas a otra parte, en secreto o para siempre.
Como bien ilustra la imagen que se encuentra en la portada de este escrito, la mujer es santa en la mitad superior de su cuerpo, y es lúbrica en la mitad inferior: ella es amor arriba y es sexo abajo. Estos son dos polos aparentemente distintos, pero se reúnen en el mismo cuerpo. El acto sexual verdadero, el que con propiedad puede llamarse hacer el amor, tiene como propósito más profundo unificar las dos mitades del cuerpo de la mujer: unir lo espiritual con lo material, la tierra con el cielo, la santidad con la voluptuosidad. A este acto sexual tan profundo y poderoso que sea capaz de unir el amor y el sexo, es precisamente lo que hemos nombrado Amor Sexual.
¿Cuándo ser santa y ser puta se convirtieron en cosas distintas?
Nuestras culturas actuales tienen una profunda contradicción. Normalmente todo hijo se procrea por vía sexual. O sea, ninguna mujer se convierte en madre si no es haciendo el sexo. Pero toda vez que una mujer se convierte en madre, la sociedad y la familia la envuelven en una especie de manto sagrado asexual y puro, que prácticamente la hace dejar de ser mujer. Y esto en teoría: en la práctica la mujer sigue siendo mujer, mucho más llena de secretos anhelos sexuales que el hombre, anhelos que no son realizados, porque generalmente lo que menos hace un matrimonio que ya ha tenido hijos es sexo apasionado.
No es extraño que una madre de familia sea con frecuencia el centro de los conflictos emocionales del hogar —conflictos emocionales que son en verdad sexuales, pero encubiertos. ¿Quién dijo que una mujer, porque tenga hijos, deja de ser mujer y de desear el amor? Pero el hombre se hastía y se desentiende de eso. No pocas veces el hombre deja la mayor parte de la actividad filial a la mujer, y busca fuera de casa a otra mujer que cumpla en su vida el rol sexual —tal vez se trate de una mujer que por su parte también esté casada y con hijos. Éste es un problema más antiguo de lo que parece.
No ya desde el cristianismo del Medioevo, sino que desde la Antigüedad griega —que es la cuna misma de la civilización de Europa occidental, y que por eso en bastante medida está presente también en las que fueran sus colonias en América—, desde entonces ya ocurría una separación entre la mujer esposa y madre por un lado, y la mujer sexual por otro, que en este caso no podía ser otra que la prostituta. El matrimonio y el sexo no tienen nada que ver: la esposa y la amante son mujeres distintas.
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