Estaba en segundo año de la Enseñanza Secundaria, y en mi aula no había pupitres, sino pequeñas mesas de doble plaza. Mi mesa —que compartía con un buen amigo muy despierto para sus trece años, nieto de un reputado etnólogo que visitábamos en su casa cercana al río más caudaloso de la ciudad—, mi mesa estaba ubicada en primera fila, muy cerca de la pizarra, que era el lugar en que mayormente se encontraba de pie el profesor de la clase que estuviera en curso.

Cuando llegaba el turno a la clase de español siempre me sentía bastante feliz. Pero no sólo porque me gustara, y mucho, escuchar y apenas aprender los vericuetos de nuestra lengua madre. Había más: había la belleza de la maestra de Español. Tanta belleza, que tuve que esperar a posteriores cursos para poder aprender algo del idioma, embebido como estaba en aprender los detalles del lenguaje de su hermoso cuerpo femenino.

Era una mujer de estatura entre mediana y bajita, de pelo que caía en graciosa melena sobre los hombros, de cuerpo relleno y compacto, sin mucha cadera, estrecha cintura y senos más bien pequeños. Tendría unos 35 años, y un carácter bastante tierno y a la vez enervado: curiosamente por momentos podía llegar a ciertas explosiones de furor ante la inatención típica de los adolescentes normales con respecto a cualquier cosa que no gire en torno al sexo.

Mi maestra de Español tenía nombre de flor rosada y abundante pétalo. Pero de cuál flor, será algo que nunca revelaré, porque ya desde entonces y hasta hoy siempre he sido un caballero, y ella de seguro desearía que le guarde el secreto. Otra flor de mi maestra, posiblemente igual de rosada, petalosa y turgente que su nombre, es el principal tema de esta anécdota. Este escrito podrá parecer un relato porno de mi invención, pero no lo es en absoluto: es puro testimonio.

Durante la clase de Español, era imposible dejar de notar los labios de la hermosa vulva de la seño, marcados en los pantalones ceñidos que con toda frecuencia usaba: su región púbica quedaba justo frente a nuestros ojos, especialmente frente a los míos, que ocupaba el lugar derecho de la mesa que mi amigo siempre me disputaba, al borde del pasillo por el que la seño avanzaba unos pasos durante sus explicaciones de lengua. Mi amigo y yo, en cualquier otro momento, siempre hablábamos del tema de ese encanto carnoso. Y en los minutos previos a la clase, nos preparábamos como para un gran viaje.

En las progresiones que la profe hacía frente a mis ojos durante la clase, los labios de su vulva se lamían uno al otro amorosamente, reclamando el tacto de mis dedos. En verdad yo soñaba con olerle la vulva: era el olor que emanaba de todo lo paradisiaco. La voz de la maestra poco a poco se iba convirtiendo en un eco lejano, en el timbre dulce que con toda seguridad tendría la voz de su vulva si me hablara. Frente a ese doble pliegue en su pantalón, yo caía en el sopor del mediodía, e imaginaba la textura y la fragancia de sus labios vaginales envolviendo todo mi ser.

Mi amigo y yo poco debemos de haber aprendido del Español en esa circunstancia: nuestros oídos disminuían sus funciones sensoriales hasta media máquina: nuestros ojos, que entonces funcionaban al ciento cincuenta por ciento, estaban siempre pegados a la vulva de la profesora, dos milímetros más adentro de su maduro cameltoe, y nuestras narices no paraban de fabricar imaginariamente su aroma a fruta bomba sazona. Era un estado hipnótico que nos inmovilizaba, para hacernos atender solamente a estímulos que hincaban en nuestros órganos más sensibles.

Pero un buen día, la profesora súbitamente nos sacó de nuestra hipnosis vulvar. Nos preguntó, en un volumen suficiente como para que lo escuchara todo el aula: “¿Y ustedes qué miran?” Yo no atiné a responder nada, anonadado al ser sorprendido en plena y gustosa violación de un gran tabú. Sin embargo mi amigo —que como ya dije era bien despierto para su edad— le respondió a la maestra: “Nada” —pero sin quitar intencionadamente la mirada de su entrepierna. Luego de esta interrupción, increíblemente la profesora, sin decir nada más, continuó dando la clase. Mi amigo y yo confrontamos después, durante el tiempo de receso, y ambos llegamos a la conclusión de que, al responderle él a ella que no mirábamos “nada” —sin dejar de mirarle el único “algo” que nos interesaba—, la maestra esbozó una sutil sonrisa de gusto.

El final de esta historia no es como la de tantos relatos porno, en que de repente, la maestra dice a varios alumnos que se queden al final de la clase, que quiere hablar una cosa con ellos… Y entonces, cuando el aula ya está vacía y la puerta cerrada, emerge del baño vistiendo unos ligueros negros que hacen juego con su pecadora braga, su escaso brassier y sus largos guantes, con gafas de mujer madura y el pelo sujeto en un severo moño de dominatriz, que expresa su absoluto control de la situación al preguntar con la mano en el pubis: “¿Era esto lo que querían ver? Ahora van a ser castigados por su indisciplina”. Y así ella va turnándoselos a todos, en un frenético coito de esposa insatisfecha con imberbes precoces.

¡Ya hubiéramos querido nosotros que la cosa terminara así! En realidad todo continuó sin sucesos extraordinarios, y sin siquiera nuevas reprimendas. Por el contrario: en la llanura del deleite cotidiano, siempre pudimos gozar, muy a nuestro sabor, de la imaginaria visión de aquella preciosa vulva de 35 años a dos escasos milímetro más adentro en la tela. Nadie nunca nos interrumpió de nuevo. Ninguno de los tres implicados ponía reparos en que, con mirada alucinada e iniciática, los dos jovencitos gozáramos platónicamente de aquella belleza bien labiada que, tal vez, hacía tiempo había dejado de ser contemplada con fruición por aquel a quien le correspondía por derecho conyugal.

Aún así no dejo de maravillarme cuando sé perfectamente que la propia maestra —de la manera más insospechada, y como toda una mujer que era, más que profesora de escuela—, se deleitaba al sentir nuestros cuatro impetuosos ojos pegados, como la crema en la Ü, a la olorosa vulva que ella misma había decidido sugerir bajo su ceñido pantalón. ¿Acaso puede haber algún pecado en eso que a todos tanto nos gustaba?