Te estoy liberando de la tierra, de la oscuridad,

de lo sucio y lo mortal. Te estoy desatando del

principio rojo (la sangre o herencia genética),

de la condición del simio. Soy el gran libertador.

¿Acaso te estoy sacudiendo demasiado fuerte?

¡Adelante, iniciado, esfuérzate!

EL RITUAL DE LOS BACABS

Para cualquier persona, recibir una iniciación espiritual de la mano de un verdadero maestro, principalmente de un auténtico maestro de cualquiera de los caminos del Oriente o de América —dos de las principales fuentes de tradición viva en la actualidad—, no es cosa de broma: el universo se abre frente a tus ojos, y sobre todo dentro de tu conciencia, de un modo en que llegas a preguntarte cómo antes no percibías así —luego de lo cual es inevitable cuestionarte la objetividad de la existencia, al menos en sus formas habituales. Realmente, luego de una iniciación, te conviertes en una persona absolutamente nueva: comienzas a convertirte en ti mismo, y te das cuenta, por experiencia propia, que hasta ese momento eras tú en muy poca medida. El Huehuetlatolli de Olmos define exactamente así el término tolteca: «toltecas: hombres de experiencia propia». Llegar a ser tolteca, un ser humano de experiencia propia, es el equivalente americano de lo que en el Oriente se conoce como llegar a ser un iluminado.

Esto no significa que un maestro, cualquiera que sea su camino o su lugar de procedencia, pueda hacer por ti tu propio trabajo por la iluminación —eso es imposible—; pero en cambio sí puede, gracias a su nivel energético mayor, ayudarte a despertar de un estado de conciencia cotidiana que creías absoluto, y abrir momentáneamente para ti un mundo nuevo: la realidad real —no como una especulación, sino como una experiencia sensorial directa. La iniciación real nunca es un proceso mental, intelectual o discursivo, sino un evento que afecta profundamente todos los niveles de tu ser, hasta los cimientos. Puede ser deleitoso física y espiritualmente, pero siempre implicará algún grado de ruptura con la estructura de tu ser hasta ese momento. A ese tránsito básico del dormir al despertar, te ayuda un maestro. Un maestro —si es que lo sabes aprovechar bien— lo único que puede hacer por ti es ahorrarte un poco de tiempo, catalizar ciertas comprensiones que de otro modo, por ti solo, tardarías algo más en lograr. Incluso si tú mismo no te estás dando plena cuenta de ello durante el tránsito, un maestro —si es un verdadero maestro— aprovecha tu ilusión de creer que él es autoridad en algo y seguirle en ello, para ponerte bien en claro que los maestros no existen. Te dice: “Si vas a escucharme como a una autoridad, aprovecho esta vía para decirte: tú maestro sólo puedes ser tú mismo, tu propia conexión interna con la divinidad. No existe nadie a quien puedas seguir, como no sea a ti mismo”.

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El encuentro con un maestro verdadero es algo que se merece, en dependencia de lo que uno haya ido siendo capaz de hacer de uno mismo. Si aún no mereces el encuentro con un maestro verdadero, no lo encontrarás aunque vayas a buscarlo a la India, al Tíbet, a China, a toda Mesoamérica, a la selva amazónica o a los Andes. En cambio, si lo mereces, él te encontrará dondequiera que estés, así te ocultes o lo evites. Desmerecer es fácil: sólo tienes que dejarte llevar por la corriente habitual de la inconsciencia humana. Merecer es difícil: hay que evolucionar en la conciencia y el conocimiento —lo que sea que esto signifique para cada quien, pues de seguro que no es lo mismo para todo el mundo.

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Recuerdo que junto a uno de mis maestros —un hombre extraordinario del Viet-Nam, en torno a cuyo cuerpo no era difícil ver una intensa aura sin tener que imaginarla, si contabas con algún entrenamiento previo para ello—, inmediatamente después de la iniciación, hace ya casi 20 años, yo sentía un intenso dolor opresivo en la frente, justo en el punto del Ajna, y experimentaba como si la cabeza se me fuera a partir en dos por el justo centro, a la vez que —lo divino aprieta pero no ahoga (aunque a veces te deja cianótico, como añade una amiga nuestra)— percibía todo a mi alrededor y en mi interior como si me encontrara en el Edén. Y en el Edén estaba: el Paraíso es aquí mismo, dondequiera que estemos. “Lo que es aquí, es allá: lo que no es aquí no es en ninguna parte” —dice uno de los Tantras. Sólo pude aliviarme un poco acostándome en el suelo del jardín bajo la sombra de un gran árbol, poniendo mi cabeza sobre sus raíces, justo antes de entrar en el sueño dulcemente y soñar que había nacido de nuevo. Sé que todo esto parece un cuento de hadas, pero así son las iniciaciones reales. Al despertarme, escribí este poema, que he sabido de memoria hasta hoy:

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Árbol, albricias.

El cuerpo

Descendió

Al fondo

De la calma.

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Toda iniciación verdadera comienza por romper y abandonar la cáscara del ego, “nuestro yo” que no somos, lo cual además, con toda probabilidad, implica separarnos energéticamente de muchos espacios donde habitualmente hayamos sido ego —algo que no necesariamente significa separarnos de ello físicamente, aunque tal vez sí. La principal casa de la que debemos salir, es de la que está conformada por las paredes techadas de nuestra rígida percepción del mundo. Pero hay además otras. Abandonar la casa de nuestros propios padres, por ejemplo, es un proceso trascendente, un paso que muchos de los grandes maestros están de acuerdo en considerar imprescindible. No se trata meramente de abandonar un lugar físico, sino sobre todo de dejar atrás una manera específica de concebir el mundo y a nosotros mismos. Esto también es una iniciación, o el principio de una.

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Hermann Hesse tiene el poder de conmoverme, especialmente en algunos pasajes de sus narraciones. Thomas Mann, otro de los grandes narradores germánicos, es profundamente erudito y sabio incluso en temas orientales, y leer cualquiera de sus novelas y noveletas es como vivir el eidos de las cosas, como penetrar en la realidad de las ideas absolutas, más reales que la realidad misma. En cambio, Hesse es profundamente vital e iniciático, y tiene eso: conmueve. En sus novelas y cuentos gusta de representar las iniciaciones, esos procesos espirituales parteaguas luego de los cuales nunca más volvemos a ser los mismos.

No me considero budista —aunque mi maestro de Viet-Nam sí lo era, tan profundamente, que no lo era. En realidad me ocurre como a Sangharákshita —el monje Theravada londinense con los pies bien puestos en la tierra—, que siempre, desde niño, fui budista —budista tántrico en mi caso, pues siempre amé a la Diosa en mi madre y en todo lo femenino que me rodeaba en abundancia—, y sólo después de haber sido profundamente budista muchos años, hallé el budismo; y como con todo: seguí de largo. No es cuestión de comodidad, sino de responsabilidad —que es la llave de la primera puerta de cualquier camino. Pues para ser budista auténtico, lo primero es no ser ni siquiera budista —ni tener “yo” ni “tú”. No puede existir tal cosa como que “yo” sea “budista” o seguidor de Buda. No sólo porque un viejo koan Zen dice que el Buda es “estiércol seco”, sino porque ya desde el Mahayana mismo, en el Sutra del Diamante, el propio Buda dice a Subhuti: “Un Bodhisattva no se aferra a la ilusión de una individualidad separada, una entidad egótica o una identificación personal. En realidad no hay ‘yo’ que libere, ni ‘ellos’ que sean liberados”. Esto es paradójico sólo al decirlo, porque le rompe las costuras al lenguaje. Pero como estado de conciencia y de percepción es un hecho real e íntegro.

Por todo esto que digo —y siguiendo en la línea de lo iniciático—, hoy quisiera compartir un fragmento de la novela Siddhartha de Herman Hesse, donde se narra el momento en que el protagonista —que no necesariamente es el Buda histórico, Siddhartha Gautama, aunque muchos de los episodios coinciden con lo que se conoce de la vida de Shakyamuni—, por primera vez abandona el hogar paterno para comenzar la búsqueda de su propio camino.

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Valgan ahora, antes del fragmento de la novela de Hesse, unas palabras muy oportunas de Osho sobre el momento en que Siddhartha abandona la casa de sus padres, y en general sobre la necesidad de que todos seamos nosotros mismos, más allá de nuestros progenitores. Les deseo buen viaje por la vida y por la muerte —a ella vamos, pero de ella venimos también cuando nacemos. Y ahora les dejo, primero con Osho, y luego con Hesse y Siddhartha:

“Todos los padres tienen expectativas y, a través de ellas, des­truyen a sus hijos. Tienes que liberarte de tus padres, del mismo modo que llega un día en el que el niño tiene que salir del vientre de la madre; de lo contrario, el vientre sería su Muer­te. Después de nueve meses, el niño tiene que salir del vientre, tiene que dejar a la madre. Por mucho que le duela y a pesar de que la madre se sienta vacía, el niño tiene que salir. Más adelan­te, en otra época de su vida, el niño tendrá que liberarse de las expectativas de los padres. Entonces, por primera vez, se volverá un ser por derecho propio, por cuenta propia. Entonces se val­drá por sí mismo, será libre de verdad” (Osho: El libro del hombre).

FRAGMENTO DE SIDDHARTA, NOVELA DE HERMANN HESSE

«Siddharta entró en la habitación donde se encontraba su padre sentado encima de una estera de maguey; se colocó tras él y aguardó hasta que se diera cuenta de que alguien se hallaba a sus espaldas.

El brahmán preguntó:

—¿Eres tú, Siddharta? Pues manifiesta lo que has venido a decirme.

Empezó Siddharta:

—Con tu permiso, padre. He venido a comunicarte que deseo abandonar mañana tu casa para irme con los ascetas. Mi deseo es convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga.

El brahmán quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por la pequeña ventana, pasaron las estrellas y cambiaron su figura antes de que se rompiera el silencio de aquella habitación. Callado y sin moverse se hallaba el hijo, con los brazos cruzados; callado y sin moverse el padre seguía sentado sobre la estera. Y las estrellas pasaban por el cielo. Entonces declaró el padre:

—No es conveniente que un brahmán pronuncie palabras violentas y furiosas. Pero la indignación estremece mi alma. No quiero oír de tu boca este deseo por segunda vez.

Lentamente se levantó el brahmán. Siddharta continuaba callado, con los brazos cruzados.

—¿Qué esperas? -preguntó el padre.

Siddharta contestó:

—Tú ya sabes.

Buscó su cama y se tendió en ella lleno de ira.

Después de una hora, el sueño no había conseguido cerrarle los ojos, se levantó el brahmán, paseó de un lado a otro y por fin salió de la casa. A través de la pequeña ventana de la habitación miró hacia el interior y vio a Siddharta en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Pálido, con su clara túnica reluciente. El padre regresó a su lecho con el corazón intranquilo.

Después de una hora sin conseguir conciliar el sueño, se levantó otra vez, paseó de un lado a otro, salió de la casa y observó que la luna había salido. A través de la ventana de la alcoba contempló el interior; y allí se encontraba Siddharta sin haberse movido, con los brazos cruzados, con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas piernas. Con el corazón abrumado, regresó a su cama.

Y volvió después de una hora, de dos horas; miró a través de la pequeña ventana y vio a Siddharta a la luz de la luna, de las estrellas, en la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio; miraba hacia la alcoba y veía que Siddharta no se movía. Su corazón se llenó de ira, se colmó de intranquilidad, se saturó de miedo, se nutrió de pena.

Y en la última hora de la noche, antes de que empezara el día, regresó; entró en el cuarto y observó al joven, que le pareció más alto, como un extraño.

—Siddharta —invocó—. ¿Qué esperas?

—Tú ya sabes.

—¿Te quedarás siempre así y aguardarás hasta que se haga de día, hasta el mediodía, hasta la noche?

—Me quedaré así y esperaré.

—Te cansarás, Siddharta.

—Me cansaré.

—Te dormirás, Siddharta.

—No me dormiré.

—Te morirás, Siddharta.

—Me moriré.

—¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre?

—Siddharta siempre ha obedecido a su padre.

—Así pues, ¿deseas abandonar tu idea?

—Siddharta hará lo que su padre le diga.

La primera luz del día entró en la habitación. El brahmán vio que las rodillas de Siddharta temblaban. Sin embargo, en el rostro de su hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces el padre se dio cuenta de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba a su lado, en su tierra. Ahora ya le había abandonado.

El padre tocó el hombro de Siddharta.

—Irás al bosque —dijo—, y serás un samana. Si encuentras la bienaventuranza en el bosque, regresa y enséñamela. Si hallas el desengaño, vuelve y de nuevo sacrificaremos juntos ante los dioses. Ahora ve, besa a tu madre y dile adónde vas. Ya es mi hora de ir al río, a efectuar la primera ablución.

Retiró la mano del hombro de su hijo y salió. Siddharta vaciló en el momento en que intentó andar. Dominó sus miembros, se inclinó ante su padre y se dirigió hacia su madre para obrar tal como le había pedido el progenitor».

(Tomado de Hermann Hesse: Siddhartha.)

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