Muchas mujeres y hombres europeos viajan en sus vacaciones al Caribe, buscando esos mitos sexuales que la propaganda turística ha ayudado a sembrar en el subconsciente del Viejo Mundo: el hombre busca a la mulata caribeña que, supuestamente, de sólo ser penetrada e independientemente de las capacidades amatorias que el hombre haya aprendido a tener, llega estrepitosamente al orgasmo y provoca una automática venida al falocéntrico miembro —estas dos cosas juntas, orgasmo femenino y eyaculación precipitada, ocurren juntas sólo en la imaginación masculina—; y por su parte la mujer europea busca al macho latino, de miembro de tamaño y dureza descomunales —quizá como aquellos itifálicos Príapos latinos de pétreos miembros grotescos—, capaz de hacer el sexo sin fin y así llevar a la ninfa turista hasta esos paraísos míticos del sexo que la pintura occidental una y otra vez ha representado en sus cuadros.
Los turistas europeos y occidentales en general, a su arribo a playas caribeñas —en busca de sexo en todas las variantes: heterosexy, homosexy, swinging, gang bang, orgía, interracial, underage, sáfico, lésbico, gay, zoofílico, BDSM, freakcock, machista, feminista, folclórico, místico, sandunguero, romántico, gratis o en distintas tarifas—, los turistas no oyen razones acerca de la contradicción entre la fantasía y la realidad.
Tal vez esperan hallar un anuncio como éste: “JUANA LA CUBANA. Relájese. Déjese hacer una cubana por una auténtica cubana. Derrame su amor sobre auténticos senos cubanos de vainilla y fresa, o caramelo y chocolate. Llame ya”. O tal vez un anuncio así: “DONKEY-COCK: Latin Lover. Jamaican rent-a-dread. Lovemaking all the night. Firework orgasms. Enjoy your cunt. Call me”.
Y así, luego de haber ido a misa el domingo antes del vuelo, olvidan familia e hijos —como jocosamente escribiera Wilhelm Reich— cuando dejan en libertad al diablo en un burdel: un lupanar casi idéntico, punto por punto, a cualquiera de los que se han visto en sus propias tierras desde la antigüedad grecolatina hasta la fecha. Pues el hecho concreto es que ni el macho latino ni la hembra caribeña existen en cuanto a paradisíacos mitos sexuales.
El pene humano posee un promedio de longitud semejante en cualquier lugar del mundo, y un promedio semejante de desempeño sexual en cualquier hombre que no haya aprendido a hacer bien el sexo: estos es, “de satisfactorio a mediocre” —dijo una vez Barry Long hace décadas, y tal vez para los tiempos que corren tendría cifras un poco menos alentadoras.
Estereotípicamente hablando, la única diferencia entre el hombre europeo y el macho latino es que este último, antes y después de su mal desempeño sexual durante el acto propiamente dicho, se exhibirá en el baile: o bien jovial, o bien bravucón, pero siempre intentando hacer gala del mito que pesa sobre él y que muy bien conoce. Y luego del breve perreo del coito, habrá que esperar durante el tiempo refractario hasta que, tal vez, el macho latino dibuje otra figura a media asta. El macho latino es, a no dudarlo, ni más ni menos igual que el hombre de cualquier latitud.
¿Y la hembra caribeña? Pues la hembra caribeña siempre lleva la peor parte —también como cualquier mujer de cualquier latitud. La hembra caribeña tendrá igual malacara luego de que, tanto el homo europeus como el homo latinus —y el homo sapiens masculino en general—, la usen para provocar sus respectivas eyaculaciones, siempre imaginando sobre ella lo que sea que los mass media o el porno hayan puesto sobre sus masculinos ojos, siempre comportándose con su mujer como con sus propias madres —“todo lo mereces, hijo mío, y no necesitas esforzarte”—, y siempre sin dar, a cambio de lo poco que toman, más que unas gotas de semen innecesario.
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