La siguiente cita pertenece al libro Viaje a pie, del escritor y filósofo colombiano Fernando González Ochoa. Como se sabe, este libro fue el resultado del largo viaje, aunque no sólo a pie, realizado por González —en compañía de Benjamín Correa—, a fines del año 1928 y principios del 29, aproximadamente durante un mes, por la zona andina colombiana, de norte a sur, partiendo de Antioquia, atravesando el Valle del Cauca, para llegar a la costa del Océano Pacífico. “Terminamos nuestro viaje. Estamos en la mar. Es femenina” —escribe el autor al final.

Fernando González —cuya prosa es siempre atractiva y transgresora— nunca deja de asombrar con sus agudos e irónicos comentarios sobre los vericuetos más originales de la sexualidad humana. Y como su educación —como él mismo dice— transcurrió en un colegio jesuita, nunca falta además el sarcasmo casi volteriano contra la eterna contradicción de la Iglesia Católica: el catolicismo niega y prohíbe el sexo rotundamente, mientras su clero nunca ha dejado de practicarlo —tal vez de las maneras más retorcidas, precisamente producto de la represión. El fragmento de Viaje a pie aborda precisamente este tema de la relación encontrada entre sexo y religión, en especial durante la más tierna juventud femenina.

Valga decir que, hacia el final del fragmento, González hace una cita del Libro de buen amor del Arcipreste de Hita. Y no podía hacer menos. Si hay, en lengua española —a la altura del siglo XIV (dentro de la literatura goliarda en el Otoño de la Edad Media)—, un pionero en la mezcla de religión y sexo, ese es el cura de Hita, con su eterno personaje de la vieja alcahueta Trotaconventos, los picantes comentarios tales como “quien a monjas non ama, non vale un maravedí”, y por supuesto, aquello de que el hombre, sea cual sea su condición, siempre busca copular “con fembra placentera”.

Sexualidad en la Biblia

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Fragmentos del libro Viaje a pie, de Fernando González

“Cuando salía la luna, rojiza como una vieja idea general, abríamos nosotros la puerta de trancas que da acceso a la casa de la elástica Julia; es en la media falda, en clima ardoroso, oloroso a gramíneas. Allí dormimos, sin mantas, desnudos. ¡Qué tierra pagana es la tierra caliente! Dormimos desnudos, con la sangre tibia y la imaginación calentada por las ideas generales y por el cuerpo vibrátil de Julia. Julia es la hija de la dueña; ¡dieciséis años en aquella tierra olorosa a yerba! Su novio era un marinillo. Hace pocos días comenzó a decir a Julia que su padre se oponía a los amores porque ella era de origen liberal. Aquí está el antioqueño dominado por el cura y la ignorancia. Mientras don Benjamín se bañaba la herida del calcañar recibió miradas de pasión de la desgraciada Julia. Nos dormimos pensando en ese marinillo que en las vertientes del Arma, al lado de la vibrátil Julia, se preocupaba por el partido conservador… Don Benjamín, ya dormido, repetía: ‘Yo me hubiera inquietado más bien por la conservación de la especie; yo también soy conservador’.

¿Aquí es preciso averiguar por qué don Benjamín se llevaba todo el amor…? El tratadista más antiguo, el cura de Hita, sostiene que las cualidades del buen amante son la mesura, el sosiego y la lozanía. Don Benjamín es valiente, mesurado y lozano. Sus maneras amplias, de curva suave y sacerdotal, sugerían a Julia el desvanecimiento lento en el infinito colchón de plumas del nirvana… y sus ojos azules, que revelan el fuego intenso y disperso del cielo azul de los trópicos, miraban a Julia reposadamente. La mirada fija, concreta, no es amorosa; la mujer se asusta. ¡Pero esa mirada fija de don Benjamín, que lo dice todo, es como una tazada de opio!

El caballo pacía. Feliz tú, compañero, a quien no atormentan las hembras, como le sucedía a aquel viejo pariente de Platón que dialogaba con Sócrates en el Pireo. Pero no; ¡desgraciado tú! ¿Qué hay agradable que no sea circunstancia antecedente del amor?

[…]

Don Benjamín, ex jesuita, conserva amistades entre el clero viejo y también resabios de buena mesa conventual. Con una carta de otro clérigo fuimos donde el padre X. Hace cincuenta años está allí de cura y ya se olvidó de su tierra del Peñol. Nos dio leche cremosa, y su sobrina tiene unos ojos tan limpios, grandes y brillantes que allí comprendimos por primera vez lo que es el aspecto de la virginidad de cuerpo y alma. ¡Qué ojos! El cura es delgado, seco de carnes y no puede comprender el boxeo; habla despectivamente de Renault y de Uzcudum. Los místicos no comprenden otra lucha que la brega con el mundo, el demonio y la carne. ¿Por qué ponen tres? Después de leer muchas vidas de santos podemos afirmar que el único enemigo es la carne; el diablo se presenta en las suaves curvas de la carne; el mundo, ¿qué es el mundo sino la mujer? La carne inventa sofismas intelectuales para dominar al místico. El gran enemigo del cura es la carne. ¿Por qué se dividió la Iglesia? ¿Cuál fue la causa verdadera de la separación de Lutero? Que los frailes alemanes estaban cansados de dormir solos, o mejor dicho, de dormir con el diablo. Porque nadie duerme solo; o dormimos con la dulce compañera, o el diablo viene a ocupar su puesto. Y dormir con el diablo no tiene gracia. ¡Es un colega!

El cura no quiere al obispo; el cura desea que el obispo se muera después de recibir los Sacramentos y se vaya para el cielo; el cura desprecia a la mujer porque, en veces, no la ha tratado en el lugar que a ella le es propio; ya lo dijo el cura de Hita que para dos cosas nace el hombre, a saber: “Para haber mantenencia y para haber ajuntamiento con hembra placentera”. Tampoco comprende el cura el cultivo del cuerpo humano. ‘Un viaje así, a pie, apenas para cumplir una penitencia’. De ello se trata, contestamos con aires de misterio. Entonces don Benjamín recibió miradas amorosas de la sobrina. Don Benjamín, que es lozano e mesurado, es cuerdo e non sañudo, nin triste nin airado…

‘Es una penitencia, padre…’, repetía don Benjamín. A la sobrina le brillaron más, húmedos, los ojos”.

(Fragmentos tomados de Viaje a pie, libro de Fernando González.)

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