“Gregori Yefimovich «Rasputín» nació en 1871 en el seno de una familia humilde, en el pueblo siberiano de Pokrovskoye. Es evidente que su padre poseía algunas de las particularidades que caracterizaron posteriormente a su hijo, porque la palabra «rasputni» significa «disoluto» en ruso.

En 1904 Gregori Yefimovich ingresó en una secta religiosa conocida como Klisté (flagelantes), cuyo lema, al parecer, era: «Peca si deseas ser perdonado.» A Rasputín le debió de convencer porque, en un lapso de tiempo relativamente corto, consiguió juntar en torno a sí a un grupo de mancebas devotas. Con ellas celebraba lo que gustaba de denominar «reuniones de plegarias sacrificiales». Dichas reuniones fueron pormenorizadas por «los habitantes de Pokrovskoye» en una descripción que recogiera Vogel-Jørgensen:

«Al anochecer, cuando despuntan las primeras estrellas, Rasputín con su séquito y adeptos de ambos sexos se internan en el bosque. Recogen leña y encienden una hoguera. En un trípode colocado sobre el fuego disponen un recipiente con hierbas e incienso. Entonces, hombres y mujeres se dan la mano y forman un anillo alrededor de la pira, danzando y recitando monótonamente este verso único:

Solo pecamos para arrepentirnos,
pecado de arrepentimiento, oh, Dios.

»La danza en torno al fuego cobra velocidad. Se vuelve cada vez más desenfrenada. Suenan gemidos y suspiros. Las llamas se extinguen, y en la oscuridad se oye la voz de Rasputín que exclama:

»—Probad vuestras carnes.

»Todos se arrojan al suelo, en una confusión generalizada y se entregan a una orgia desvergonzada.»

Este era el credo de Rasputín, expresado por el mismo: «Una partícula del Ser Supremo se encarna en mí. Solo a través de mí podréis ser salvados, y en esto consistirá vuestra salvación: debéis fundiros conmigo, en cuerpo y alma» (las cursivas son mías). Era una religión un tanto burda, por cierto, que no reparaba en los detalles. Sus miembros padecían accesos ocasionales de ansiedad. Una de las muchachas de Rasputín preguntó una vez con ingenua inquietud:

—Pero, Gregori Yefimovich, ¿no es pecado lo que hacemos contigo?

A lo que él respondió con calma, aunque de forma incoherente:

—No, hija mía, no es pecado. Nuestra carne es un don de Dios, y podemos usarla libremente.

Esta respuesta se contradice directamente con el credo principal de su religión. Pero Rasputín compensaba su lógica deficiente con la magnitud hipnótica de sus gestos y vestiduras. Y no es extraño que pronto dedicara sus talentos a empresas más refinadas.

Durante una visita a San Petersburgo conoció al archimandrita, quien, fascinado con la personalidad del religioso y conmovido por el relato de su «conversión» —sin duda narrado con dramatismo y censurado donde hacía falta— y actividades religiosas, lo presento en la corte.

Gregori Yefimovich no desperdicio la oportunidad. Por muy charlatán que fuera en lo que atañe a la sinceridad de su «fe», indudablemente poseía algunas cualidades, aunque estas parecían surtir más efecto en las mujeres que en los hombres. Su aspecto y modales rústicos, en lugar de suponer un contratiempo, le conferían un atractivo adicional.

Sentado a la mesa, cuando terminaba de comer (cosa que hacía con las manos), «tendía las manos a sus admiradoras, miembros de la más alta nobleza, y les hacía lamerle los dedos hasta dejárselos limpios, tarea que ellas cumplían con gratitud, por no decir devoción».

Ese poder sobre las damas de la corte rusa, aparte de la influencia política que le permitió ejercer, le ganó como es natural, muchos enemigos. Rasputín les facilitó abundantes municiones, y ellos no dudaron en utilizarlas.

Aunque normalmente iba sucio, no se negaba a tomar un baño, siempre que estuviese acompañado por mujeres. Von Zanka nos refiere (sin revelar su fuente de información) una reunión religiosa celebrada por Rasputín en la residencia de una dama de Marsella conocida como «Madame Discreción».

Cinco señoras llegaron en trineos y entraron primero en la casa y luego en el baño (los baños rusos son parecidos a los turcos).

«Gregori Yefimovich ya estaba allí. Hacía mucho calor, más de cuarenta grados centígrados. Cuando el padre Grishka vio que sus fieles se habían reunido, empezó a predicar. Habló en un tono muy animado, porque, como ya hemos dicho, hacía mucho calor y el tierno corazón del padre Grishka rebosaba entusiasmo. Gesticulaba y vociferaba. Pintaba con colores encendidos las tentaciones del pecado y la perdición de la carne. Su inflamada audiencia estaba pendiente de cada una de sus palabras, y —ya lo hemos dicho— hacía mucho calor. Los pulsos se aceleraron y la temperatura estuvo a punto de provocar algún desmayo, pero esta misma calidez excitaba aún más al predicador. Con trazos vívidos retrataba la caída del ser humano en el pecado, el vicio y el crimen

[…]. Pronto los congregados cayeron víctimas del hechizo de su encendida elocuencia […]. Los ojos del profeta despedían chispas. ¡Ah! El vicio es horrendo, y la carne es enemiga del espíritu. ¿Por qué Dios, en su infinita sabiduría, hizo las tentaciones de la carne tan irresistibles? Los presentes no supieron responder. La temperatura seguía subiendo, y, en consonancia, los asistentes entraron en un estado de fervor por culpa del ambiente tórrido y del discurso enardecido del padre Grishka. Si grande es el pecado, infinitamente más grande será el perdón del pecador. El padre Grishka llegó a este punto en éxtasis, su voz se le ahogaba en la garganta, hablaba con la lengua. Sus oyentes resoplaban y boqueaban, el calor se intensificaba por momentos…»

Para la personalidad de aquel hombre no bastaba la propagación de este tipo de historias, pese a que eran indudablemente ciertas. Bien pudieron tener el efecto contrario del que pretendían. En las estaciones del ferrocarril continuaron recibiéndolo con guardias de honor; en los salones de toda Rusia seguían pronunciando su nombre con temor reverente. Las fotografías de ese charlatán barbudo poco nos ayudan a entender en que estribaba su atractivo. Todos aquellos que lo conocieron le trataron como a un ser de otro mundo. Solo el asesinato podría quitarlo de en medio, y aun este recurso estuvo a punto de fracasar.

Urdió el plan un grupo liderado por el príncipe Yusupov y el gran duque Dimitri Pavlovich. Llenaron unas tartas con cristales de cianuro de potasio y untaron el interior de una copa de vino con el mismo veneno. Luego invitaron a Rasputín a visitar al príncipe. Apareció ataviado con uno de sus trajes exóticos (en ocasiones, lucía una blusa de seda color rosa claro y pantalones de terciopelo. En este caso, la blusa estaba bordada con heliotropos). Yusupov era el encargado de despistar y envenenar a Rasputín. Este último, tras rechazar inicialmente las tartas por considerarlas demasiado dulces, acabo devorándolas una tras otra. Cada una de ellas contenía veneno suficiente para matar a un hombre normal. Con gran alivio, Yusupov se sentó a esperar los resultados. No los hubo. Poco después el príncipe ofreció a Rasputín una copa envenenada de vino de madeira. Él la sorbió lentamente, paladeándola con el gesto pensativo de un experto. Minutos después se quejó de una leve irritación de la garganta y pidió más vino. Ningún efecto. Yusupov, por su parte, estaba a punto de desmayarse. Rasputín sugirió al príncipe que cantara. EI accedió con voz temblorosa. Rasputín no mostraba indicios más que de una ligera indisposición. Yusupov abandonó la sala con toda la entereza de la que fue capaz, obtuvo un revolver de sus cómplices, regresó al salón y disparó a Rasputín al corazón. «Rugió como una bestia salvaje y cayó de espaldas sobre la alfombra de piel de oso.» El príncipe llamó a sus amigos. Cuando entraron a toda prisa en el salón, vieron a Rasputín en el suelo, aparentemente muerto.

Pocos minutos después, mientras se preparaban para deshacerse del cuerpo, Rasputín volvió repentinamente a la vida. Su ojo izquierdo se abrió lentamente y les dirigió una maliciosa y torva mirada. Con gran dificultad se puso de pie y se abalanzó contra Yusupov con los ojos bizcos y los dedos agarrotados. «Un bramido salvaje resonó por todo el salón.» De las comisuras de sus labios goteaba espuma. Con un susurro ronco repitió el nombre de Yusupov.

El príncipe se escapó de sus garras diabólicas y pidió a gritos un revólver. Cuando se lo trajeron, Rasputín se arrastraba gateando escaleras arriba. Le pegaron cuatro tiros más antes de que quedase inerte por fin. Pero entonces se movió de nuevo. En un frenesí de rabia y terror, el príncipe le golpeó en la cabeza con un grueso bastón. Tal era la vitalidad eléctrica del hombre que había fascinado a la corte de Rusia”.

(Fragmento tomado de Burgo Partridge: Historia de las orgías. Este artículo se deriva de otro que lo engloba: «Dos visiones sobre Rasputín», el cual incluye también otro artículo: «Rasputín según Fernando González».)