Cuando el Buda va a morir, dice: «Voy a reencarnar en el niño que nazca en tal lugar, tal fecha y tal hora». Y cuando el día fijado se acerca, se aparece en el sueño de su madre, en forma de un elefante de siete colmillos, o un gigantesco pez azul y translúcido, o una entidad cualquiera de luz y alas, y le dice: «Ya voy a venir a través de ti. Soy Quien-Está-Despierto«. De modo que cuando los monjes llegan ese día a casa de la mujer, ella les dice: «Los estaba esperando» —y se despide del Bodhisattva-bebé sin mayores complicaciones. Un occidental, con su noción de la Sagrada Familia, lee en esto un gesto de amor maternal y filial, unido a un acto de heroísmo religioso y a un evento hagiográfico en el que un santo hace evidente su poder, y de ese modo su conexión con Dios. Y así el occidental no puede ver que el Bodhisattva dice el lugar, el día y la fecha en que va a nacer, para que no lo dejen crecer en una familia, sino que lo lleven de regreso al retiro: él no tiene tiempo de ocuparse de ser un chico de familia, ni un adolescente de explosiva energía sexual luego del supuesto período de “latencia”, con todos los traumas y dificultades que ello genera: él viene a otra cosa, y no tiene tiempo que perder; pero no puede venir a este mundo por otra vía que por una mujer —aquella que menos lejos esté de la divinidad. El Buda no quiere que le encuentren a los 10 años, ni mucho menos después, sino en el mismo minuto en que nace, para poder continuar cuanto antes con su labor de existencia: ayudar a todos los seres a cruzar a la otra orilla de ese infinito mar del que todos somos una gota.