Casarse no significa amarse. El matrimonio por sí mismo no es capaz de generar ni conservar el amor: si la pareja no aprende a hacer bien el amor, su amor acabará aunque ellos estén casados. Sin amor verdadero, toda institución envejece. La distancia cada vez mayor entre hombre y mujer es un problema ya milenario, y la actual crisis del matrimonio es sólo un reflejo de eso. Los índices de divorcio han aumentado mucho, y la educación sigue siendo insuficiente para que los que nacen aprendan a ser realmente felices sobre la Tierra.

¿Sabías que, en general, del número de parejas que llegan hoy al matrimonio aproximadamente la mitad posteriormente se divorcia? A pesar de que el matrimonio —en sus numerosas formas mucho más diversas que el típico matrimonio monógamo heterosexual — es una de las instituciones sociales más antiguas, el divorcio —la disolución legal de los lazos matrimoniales— es hoy algo común, corriente y muy frecuente. Y los índices de divorcio podrían ser aún más elevados, ya que muchos de los matrimonios que permanecen juntos lo hacen no por amor, sino porque han tenido hijos y no quieren dañarlos emocionalmente, además de porque sostenerse económicamente resulta mucho más fácil en pareja. Otra causa que mantiene juntos a los matrimonios a pesar de que hayan perdido el amor, es que hay países en que todavía no es legal divorciarse, o en los que, aunque desde el punto de vista legal no esté prohibido divorciarse, sí está prohibido por la tradición religiosa —que no pocas veces tiene más fuerza que la jurídica. Hay países que han llegado a legalizar el divorcio solamente a la altura del siglo XXI.

Evidentemente el matrimonio es hoy una institución en crisis, aunque propiamente hablando, debemos decir que lo que está en crisis es el amor. Cuando hay amor real en la pareja —cosa hoy bastante rara de ver—, ellos se mantienen juntos en armonía, cualquiera que sea el modo en que se materialice su enlace. Pero cuando ellos no saben conservar el amor —es decir, cuando ellos no saben hacer el amor—, las cosas no irán bien, se casen ellos o no, se separen o no.

Es ingenuo pensar que por el hecho de casarse, una pareja afirme su amor. Algo debemos tener muy claro: casarse no significa amarse. Seguramente no es que el matrimonio tenga algo de malo en sí mismo. Las premisas del matrimonio —que iremos viendo a lo largo de este artículo— están en teoría muy bien, pero hasta ahora han estado lejos de cumplirse. El amor nunca podrá ser un contrato, y el matrimonio de hoy sí que lo es. Permanecer juntos sin amor es una bomba de tiempo, y sólo por amor las parejas deberían permanecer juntas. Decir esto ya parece una perogrullada, pero no lo es: es algo hasta ahora más dicho que hecho. Nunca hubo una distancia más grande entre el dicho y el hecho, que la que existe entre las formalidades del amor y el amor real.

La familia actual es una institución económica, un contrato legal que por lo general se basa en el matrimonio formal, y que como éste está en crisis. Se supone que el matrimonio formalice a la familia, y que ésta sea el marco en que los descendientes crezcan y se eduquen en el adecuado vivir. En realidad la familia fundamenta la existencia material de los hijos en términos puramente biológicos, pero en muy poca medida es una institución que forme integralmente a los hijos en el sentido de una individualidad que implique también espiritualidad. Podemos decir que la relación padres-hijo hoy se enfoca principalmente en lo externo: enseñanza de las normas básicas de la higiene, tal vez alguna herencia espiritual en cuanto a profesión u orientación profesional, manutención durante el crecimiento y los estudios, algún norte sexual confuso y velado por los tabúes de los propios padres, etc.

Pero en términos espirituales, la influencia de la familia sigue siendo formal —basada más en una tabla de valores aprendida y repetida, que en una comprensión real de la verdad de la vida—, o cuando más un conjunto de influencias inconscientes —inconscientes también para los adultos que supuestamente educan—, influencias que preparan a los hijos en sentido de una moral formal pero no de un verdadero desarrollo espiritual que los haga aprender a ser realmente responsables de su vida, y de la vida en términos de trascendencia de la individualidad.

Las nuevas generaciones por lo general ya no desean seguir los pasos de sus padres, porque conocen bien de cerca el fracaso de las formas tradicionales de vida en pareja. Cuando menos, los primeros años de vida junto con los progenitores resulta la mayor prueba cercana de que espontáneamente no funciona ese arquetipo matrimonial tal como se practicó, y los jóvenes ya no están dispuestos a seguir llevando calladamente, ni siquiera un lustro más, ese fracaso a modo de amor serio y solemne pero meramente formal.

Los matrimonios de antaño —de los cuales recibimos informaciones y educación tal vez a través de nuestros bisabuelos, abuelos, o incluso nuestros padres—, tampoco encararon la cuestión sexual, ni mucho menos la resolvieron. Ellos recibieron más directamente los prejuicios sexuales de la moral occidental: no supieron encarar el sexo y transformarlo en amor, y por tanto, con el tiempo, el amor inicial que los unió —el romance eterno— también a ellos se les secó irremediablemente, y tuvieron que sobrevivir lo mejor posible en el amor formal: el amor que no se basa en un buen sexo, y que por tanto no es real.

bride-454144_1280

MATRIMONIO FORMAL Y MATRIMONIO REAL

María y José, padres humanos de Jesús, representan el modelo arquetípico de matrimonio casto. En los muchos cuadros que representan a esta célebre pareja, podemos ver que la abundante vestimenta sin dejar ni una sola parte del cuerpo descubierta, y el halo dorado en torno solamente a la cabeza, expresan que —según cierta tradición cristiana— el amor que une a dos cónyuges debe ser solamente un sentimiento elevado, y para nada relacionado con la carnalidad y el sexo, que son las zonas bajas del cuerpo y «deben evitarse». Otras tradiciones que sí tienen una concepción positiva y sagrada del sexo, consideran que el acto sexual puede religar a los amantes con la divinidad. En esas tradiciones el halo dorado se representa en torno a todo el cuerpo, y no sólo alrededor de la cabeza o el torso.

Dentro de la tradición tántrica de la India, a pesar de que a veces los matrimonios son concertados, el tipo de sexo que aprenden a hacer los adeptos salva la unión. En el Tantra la mujer es percibida como Diosa, y su gozo sexual es sagrado. El gozo de la mujer es imprescindible para que todo marche bien en la pareja y en el mundo. El deleite sexual de la mujer es el centro de atención durante un verdadero acto sexual, y sólo así el hombre logra el mayor deleite sexual también para sí mismo. Para que los matrimonios comiencen a funcionar, nuestra visión del sexo debiera dar un cambio de 180 grados. Los matrimonios hoy no funcionan debido a que el hombre usa el acto sexual para complacerse a sí mismo. Luego de un error tan básico, es sólo cuestión de tiempo que la pareja se separe, o que siga junta ya sin amor verdadero. Luego de este error elemental dentro de la célula de la sociedad, que es la familia, el mundo no puede sino andar en caos.