como temblaba y palidecía la monja hermosa
después de abrazar a su amante por sobre
los muros del convento, ante la perspectiva
del rabo prensil del diablo.
Ciertos escritores, por medio del humor, ya desde el Medioevo pero sobre todo más adelante, delataron que la supuesta abstinencia de las monjas no era más que una teoría de la iglesia, y que en la práctica las monjas son mujeres, con los mismos deseos y apetencias que las demás, y muchas de ellas llegaron a cruzar por encima de las prohibiciones para practicar el sexo.
Lo más pequeño que hacían las monjas era masturbarse, lo cual a veces incluso era recomendado por las mismas autoridades eclesiásticas a monjas demasiado jóvenes o fogosas, como apoyo a sus votos de celibato y abstinencia. En su Historia medieval del sexo y del erotismo, Ana Martos dice:
“En el siglo XIII, escuchamos la opinión de Alberto Magno, quien, por ser confesor de varios conventos de monjas y de numerosas damas seglares, conocía sobradamente el empleo del clítoris. En Sobre los animales, por ejemplo, afirma que las mujeres oprimen una pierna contra otra para frotar la vulva y que eso les produce placer”.
Como teólogo, pero sobre todo como confesor y terapeuta de monjas, Alberto Magno hizo posible que la masturbación se despenalizara y se fomentara entre las monjas, como remedio contra la histeria que en ellas provocaba la abstinencia sexual.
La vida sexual de las mojas dentro del convento
En el sabroso filme En el interior de un convento, del realizador franco-polaco Walerian Borowczyk, hay una secuencia en que una de las monjas se masturba usando el método de oprimir una pierna contra la otra. Sin embargo, las monjas siempre fueron mucho más allá de la masturbación con los dedos, como también podemos ver en el filme de Borowczyk: se fabricaban —con diversos materiales— consoladores para introducir en la vagina, y en su graciosa inocencia, santificaban el objeto penetrante en nombre de Jesús, para no dejar de ser novias de él ni siquiera en ese momento.
Los casos de monjas cristianas que violaban los votos de castidad y hacían sexo entre dos o varias de ellas, o con mujeres del exterior del convento, o con sacerdotes, o con hombres que ellas mismas ayudaban a ingresar furtivamente en los claustros, a veces para disfrute de más de una de ellas, son sumamente conocidos y documentados —sobre todo en los últimos tiempos, que tanto se han ocupado de las investigaciones sexuales sobre lo evidente y sobre lo silenciado. En el siglo XIX el historiador francés Jules Michelet documentaba la vida sexual dentro de los conventos (ver su libro La bruja).
Vestir hábitos no elimina los deseos sexuales femeninos
Sin embargo, ya desde siglos anteriores esto se había hecho con detalle. Tómense en cuenta, si no, las obras de Denis Diderot —en especial su novela La religiosa (1796)—, y los cuentos de Giovanni Boccaccio, en época tan temprana como 1351. Boccaccio es pionero en el menester de ridiculizar la supuesta moralidad de la Iglesia —que en secreto, siempre se hallaba empapada de jugos sexuales.
Antes del Decamerón de Boccaccio, aún no se satirizaba la vida sexual de dentro y fuera de los conventos, pero sí se documentaban los numerosos casos de “posesiones” sexuales de las monjas por parte de lascivos íncubos, demonios sexuales que estaban especialmente interesados en el dulce ardor de las monjas. Y es que, como llevamos dicho, las monjas son mujeres, y muchas de ellas ingresaban por la fuerza en el convento, a una edad en que sus cuerpos eran todo erotismo.
No en balde Boccaccio puso en boca de Filostrato, como antesala a su famoso cuento del hortelano de las monjas, el siguiente comentario en su Decamerón:
“Hermosísimas señoras, bastantes hombres y mujeres hay que son tan necios que creen demasiado confiadamente que cuando a una joven se le ponen en la cabeza las tocas blancas y sobre los hombros se le echa la cogulla negra, que deja de ser mujer y ya no siente los femeninos apetitos, como si se la hubiese convertido en piedra al hacerla monja”. (G. Boccaccio: Decamerón, tercera jornada, cuento primero.)
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