Hay una cosa suprema con la mujer: que el hombre la abrace muy estrechamente, la penetre hondo, y la haga venir y venir y venir y venir y venir y venir y venir… Sólo después de que esto se hace bien, es que las cosas comienzan a aclararse entre la mujer y el hombre, y todo es posible, y cualquier cuestión puede ser resuelta entre ellos fluidamente.
Antes de que esta magia sexual sea dulcemente resuelta dentro de ella —es decir, antes de que ella venga a poderosos estallidos orgásmicos múltiples: regiamente como una reina, inocentemente como una virgen, divinamente como una Diosa, graciosamente como una ninfa, dulcemente como una mujer—, nada queda nunca del todo resuelto ni aclarado entre la mujer y el hombre.
Sólo después de gozar en la tierra del amor y volar en alfombra mágica por el cielo del romance, es que la mujer, embellecida física y espiritualmente, puede decir con una risa terrenal y divina: «¡Amén! ¡Om! ¡Te amo, mi hombre!» Pero esta vez sí que ella por fin lo dirá de todo corazón.
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