En su film Andréi Rubliov (1966), el director ruso Andréi Tarkovski no quiso dejar de narrar, con lujo de detalles y con todo el realismo posible —a lo cual contribuye enormemente el hecho de que lo filmara en blanco y negro—, uno de los frecuentes asedios tártaros a ciudades rusas medievales, así cuajadas de muerte, devastación, y por supuesto, violaciones de mujeres.

Al fin y al cabo, las conductas bélicas típicas de asesinar y saquear a tus semejantes, no están muy lejos del sadomasoquismo sexual, sino que a la larga le dan nacimiento. Esto es una variante sublimada de aquello. No en balde Tarkovski intercala en el montaje las escenas de violaciones de mujeres junto con las de muerte y destrucción, para desembocar en la escena del diálogo que pronto comentaremos.

Más allá de la salsa tártara, los rusos y los tártaros —parientes de los mongoles, y como ellos, procedentes de Asia central— no se llevaban nada bien. Los tártaros fueron para los rusos medievales lo que los bárbaros fueron para los griegos antiguos: el nivel más bajo del género humano, unas huestes asesinas, perversas y devastadoras, generadoras de hambrunas y enfermedades. Todavía pueden verse animados rusos en que los rasgos de alguien maligno, o del Diablo mismo, son lombrosianamente tartáricos. Es lo mismo que ocurre a veces entre árabes e hindúes en la India: los árabes creen que el demonio tienen rostro hindú, y los hindúes que tiene rostro árabe.

En el filme de Tarkovski, durante el asedio a la ciudad fortificada de Vladímir, cuando el portón de la iglesia ya ha caído bajo los golpes de ariete, el jefe de las tropas tártaras sostiene, dentro de la iglesia y junto a un icono mariano, un breve pero interesante diálogo con el príncipe a quien está ayudando a arrebatar el trono a su hermano:

—Dígame, Príncipe, ¿quién es esa mujer?
—No es ninguna mujer. Ella es la Virgen María: La Natividad.
—¿Y quién es ese que está en el cajón?
—Cristo, su hijo.
—¿Cómo puede ser virgen si tiene un hijo? ¡Extrañas cosas suceden en Rusia…! Muy interesante.

Dar respuesta a esta pregunta del tártaro es difícil pero no es imposible. ¿Cómo una mujer puede quedar encinta y parir sin que eso signifique perder su virginidad? Es una interrogante que se puede contestar del siguiente modo, aunque algunos dirán que la respuesta suena a herejía: si el sexo que hiciéramos fuera capaz de beatificar a la mujer en vez de destruirle su divinidad innata —como hoy la destruimos—, aunque ella hiciera sexo y quedara embarazada, permanecería en ese estado de profunda conciencia de amor que la Iglesia tanto ha predicado para la mujer —sin que eso haya sido jamás real, más que en los mitos. Y entonces ella engendraría seres divinos y no dejaría de ser virgen al concebir y dar a luz. Y la humanidad sería otra: no habría guerras, ni rapiñas de un pueblo a otro, ni mucho menos se violaría a las mujeres. Madres que no son sexualmente amadas, engendran y paren a hijos incapaces de amar, y los hijos que no saben amar van y hacen la guerra aunque sus madres nunca la harían.

Esta idea de la pureza del acto sexual profundo y divinamente gozado —y no la propuesta cristiana tradicional de la “correcta” y sufrida represión sexual mariana—, es el mejor mensaje que los símbolos de María y la Natividad pueden dar a la mujer contemporánea. Está por verse si un orden como ese, en que el sexo sea amor y el amor sea sexo, existirá alguna vez. En la tierra como en el cielo.