Quien se casa, casa quiere.

REFRÁN POPULAR

Él —joven de unos 25 años que desde hacía alrededor de dos horas trabajaba frente a su ordenador— comienza a sentir un hermoso deseo que se despierta en su interior, en las partes bajas del cuerpo, y sabe perfectamente que desde la sala de la casa ella, su joven amante, está sintiendo lo mismo: él, en la práctica, ha aprendido a saber que en realidad es ella quien siente esos deliciosos anhelos inmemoriales de que la mujer y el hombre se unan y se reúnan en el acto sexual, y que él la complace en sus vuelos divinos y se diviniza él mismo en tal acto. Se dispone, con gusto, a culminar el trabajo que estaba realizando, para ir a buscar a su muchacha en la sala de la casa en que desde hace años ambos viven solos.

Pero he aquí que cuando va a levantarse del asiento, comienza a sonar con insistencia el timbre del teléfono, y el bello anhelo sexual de buscarse mutuamente empieza a desvanecerse al instante —tal como tiende a desvanecerse un mágico sueño en el momento del despertar, si es que no hemos aprendido a conservarlo vivo para llenar de trascendencia la vida, atravesando con tenacidad la ilusión insulsa de la cotidianidad, según sus muy diversos y modernos medios de invadir la intimidad de los verdaderos amantes. Él imagina quién pueda estar llamando, pues no son muchos los que llaman.

La muchacha descuelga el teléfono y responde: «Hola, ¿quién habla?» Es su madre quien está en el otro extremo del aparato, y la joven se percata de ello justo en el mismo momento en que ve a su hombre que llegaba a la sala a buscarla para hacer el amor que ella estaba anhelando. Su madre vive a media hora de viaje de la casa de ambos, y ahora demanda la presencia de ella cuanto antes, para ir al mercado a conseguir víveres.  La madre practica una religión judeocristiana, y eso significa que casi nunca, o más bien nunca practica el sexo: ella y su esposo, desde hace muchos años, no hacen sino actividades miles con la energía sexual que les sobra del sexo que no hacen. De hecho, duermen en camas separadas, y eso cuando no duermen en habitaciones distintas, reprimiendo deseos supuestamente inmorales, que resultarán en un exceso emocional que después volcarán muy moralmente sobre las personas que conocen. Debido a esta lejanía gradual entre hombre y mujer, con el tiempo la madre se ha convertido en una adicta a la familia, o en su defecto, en una adicta al mercado y a la televisión.

The-Disasters-of-War_Laurie-Lipton

Al recibir por vía telefónica la propuesta, casi orden, de ir nada menos que en ese momento a ocuparse de anaqueles, víveres y cuentas —cosa que ya había resuelto ayer para su propia casa—, la joven tiene cuando más tres opciones:

  1. Salir inmediatamente para casa de su madre a acompañarla al mercado, a pesar de que no tiene ni la más mínima gana de ir, porque sabe que es casi siempre innecesario.
  2. Mentir y decirle que está muy ocupada, trabajando, y ahora no puede ir —lo cual provocará, más tarde o mañana, siempre a deshora, una nueva llamada para lo mismo.
  3. Decir aquello que casi nadie casi nunca dice: la verdad. Decirle a su madre que ella puede ir perfectamente sola a buscar los víveres si es que realmente le apremian, pues su hija tiene su propia vida, con una dinámica que, repleta de energía erótica puesta en el sexo y en lo que de ello resulta, no va a tener nada que ver con la de alguien que casi nunca o nunca hace sexo.

De momento, una compasión atávica le impide a la muchacha decir la verdad, debido a lo cual comienza a elegir la opción 1, y precisamente ese sentimiento, mezcla de compasión y temor irracional a la autoridad, termina de hacer desaparecer todo asomo de anhelo sexual: el bello acto sexual se cultiva, por ejemplo, quitando la energía a las excitantes visitas al mercado cuando no son realmente necesarias. De lo contrario, visitarás el mercado con frecuencia insólita, comprarás muchas cosas de las que la publicidad televisiva te «sugiere», las cuales continuarán existiendo y multiplicándose gracias precisamente a que nacen de y viven sembradas en los anhelos de mujeres insatisfechas, que ya no saben hacia donde sublimar sus energías amorosas.

Si a este momentáneo desvanecimiento del deseo sexual en la muchacha —debido a una intrusión de la técnica contemporánea en la magia de la intimidad del hombre y la mujer—, le sumáramos además una posible convivencia de ambos matrimonios —siempre exigida desesperadamente por la madre (aunque no tanto por el padre) y siempre negada terminantemente por la hija—, es decir, si ocurriera una coexistencia doméstica entre la joven pareja y los padres de ella, entonces tendrían una realidad aun más cruda: el deseo sexual mutuo entre los jóvenes no sólo se desvanecería, sino que con el tiempo ya ni siquiera aparecería. Y eso sería el comienzo del fin: de la relación de la joven pareja, del amor, de los bellos anhelos sexuales, y de la ardiente pasión del inicio —esa misma pasión que los amantes suelen abandonar para convertirse en padres, abandono que (apurada eyaculación masculina mediante) provoca que tanto madres como hijas, en poco tiempo, se conviertan en malhumoradas féminas frígidas y anorgásmicas, según esas ficticias dolencias que no son más que el resultado, y a la vez la causa, de que en los «hogares» el fuego erótico (la energía de la poética sexual del deseo verdadero que hermosea la vida), se extinga entre los amantes casi por completo, y en su lugar se encienda el artificioso fuego de la asexualidad familiar, casi siempre prendido solamente en la cocina, para sostener las actividades latas de la nutrición y la reproducción.

No es ni fortuita ni mítica ni ficticia la mala fama de los suegros, especialmente de las suegras, en materia de interferir, impedir y destruir las relaciones de «sus» hijos. La mera aparición de un padre o una madre, es capaz de enfriar cualquier tipo de ardor sexual en sus hijos: como que paternidad y sexualidad son dos cosas opuestas, a pesar de que se presuponen. Es debido a eso que más de una pareja nos ha confesado que preferiría vivir en cualquier sitio del mundo menos en la casa de los padres de cualquiera de ellos —a pesar de que sentimientos como estos a veces se vuelvan francamente inconfesables.

Ground-Breaker_Erik-Johansson

No es ni siquiera una cuestión de moral, aunque no deja de serlo: en realidad es una cuestión de energía sexual básica, la cual —para ambas parejas, la del hijo o hija y la de los padres— fomenta o la dinámica familiar o la vida sexual, pero no las dos cosas juntas. Y los padres, por regla general, ni tienen vida sexual ni la permiten —aunque puedan aparentar lo contrario—, de modo que se funda un imperio cotidiano, dentro del cual, toda idea de relación sexual entre legítimos amantes es, con un nudo en la garganta o en la boca del estómago, una cópula fugaz y subrepticia de alguna vez algún rato alguna noche en algún rincón oscuro del hogar. Y no más. Muchas energías subconscientes se esconden debajo de esta complicada relación “paterno-filio-sexual”, que incluye, como si de amantes se tratara, tanto celos como competencias del padre con el novio por la atención de la hija, o de la madre con la novia por la atención del hijo —y cosas todavía más complicadas e inextricables, que resultan de quitar la energía sexual del coito en sí, e insuflársela a las fábulas cotidianas.

Advertising_Product,-3rd-Place_Winner-Adam-Balcerek_2011-IPA-winners_My-Modern-Metropolis

Esta supuesta asexualidad parental —que, por añadidura, tácitamente se les exige también a los hijos que permanezcan dentro del coto paterno— es el origen del desatino dentro de los hogares, de la infelicidad de las alcobas, y por supuesto que también es el origen del absurdo delirante del mundo cotidiano que entre todos conformamos fuera de casa. Es como si la seria dinámica familiar creciera en detrimento del sexo real, y en cambio el amor real —el que nace si el sexo se practica bien—, provocara que muchas de las absurdas actividades cotidianas a las que antes, por haber crecido dentro de hogares asexuales, nos entregábamos sin ganas, ahora ya no puedan seguir estando dentro de nuestras actividades, no ya dentro de nuestras prioridades.

Todo lo anterior lo piensa la muchacha, fugazmente, en los pocos segundos que median entre los saludos de rigor, la propuesta-orden de la madre, y el momento en que debe encarar la situación que de repente ha sido creada, ya sea que la asuma como algo circunstancial, o como lo que realmente es: la demanda de un orden atávico que ella ha comenzado a abandonar, pero el cual la quiere de vuelta. Finalmente la joven se decide a dar una respuesta que, de algún modo, incluye los tres puntos que vimos antes. «Mamá —responde sin malhumor pero con el claro discernimiento que el gozo sexual genera—, ahora estoy ocupada. No puedo salir a cumplir tus reclamos cada vez que sientas que no tienes nada que hacer. Dedícate a fomentar tu relación con papá, pues como te he dicho otras veces, en esos mismos libros religiosos que tú lees está dicho que el hombre y la mujer, cuando llega la hora, dejan a su familia y comienzan a formar una sola carne, ¿recuerdas? Te dicho además —y esto, aunque te parezca que no, también está escrito en tus libros sagrados— que la relación profunda entre el hombre y la mujer da respuesta a todos los misterios de la vida y de la muerte, y no me negarás que ir al mercado es una nimiedad comparado con eso».

Dont-look_Erik-Johansson

Desde hace algún tiempo —y a pesar de que desde la óptica moral tradicional es muy mal visto que una joven «cambie a su madre por hacer el amor»—, respuestas tan sorprendentes como ésta que la joven dio a su madre, han tenido el positivo efecto de que madre y padre mayormente permanezcan otra vez solos en su intimidad —como de seguro deseaban estar cuando no había hijos—, y comprendan que ser padres es una actividad temporal y no un rol vitalicio. La joven se los ha dicho en más de una ocasión, frente al asombro de su joven amante: «Dejen de ser padres y vuelvan a ser lo que realmente son: mujer y hombre, amantes. Si no, van a vivir como personas incompletas por el resto de sus vidas, diciendo que ‘sus’ hijos son lo que da sentido a su vivir». Es una realidad el hecho de que muchas mujeres y hombres —muy a despecho de la vertiginosa ultrapoblación, que ya no superpoblación del mundo—, tienen hijos sólo para eso: para que les den sentido a sus sexualmente vaciadas vidas. Otras veces hemos dicho que «hombre apurado + mujer insatisfecha = hijos vasallos» es una ecuación bastante peligrosa —que por demás se repite en círculos en cada nueva generación—, ya que la superpoblación está en la base de la mayoría de los problemas mundiales.

Por cierto que muchísimas de las actividades cotidianas que los seres humanos hacemos —y en las cuales nos formamos crédulos desde niños y adolescentes, mucho antes de llegar a tener parejas reales—, suelen ser el resultado de los excesos de energía sexual de la madre de familia que, al no hacer sexo nunca —debido a que el padre no sabe hacerlo bien aunque se dedica a dar por sentado que sí sabe—, sublima esa energía en una dinámica doméstica tan innecesaria como ilusoriamente imprescindible. La energía sexual es así de creativa e insoslayable: o la usamos en el sexo, o de todos modos viene a la vida a través de «orgásmicos» desatinos diarios e irresistibles escondidos dentro de nuestras actividades habituales. La misma madre de familia, alguna vez fue niña y jovencita tiranizada por los excesos de energía sexual de su propia madre insatisfecha. Lo cual no es lo peor.

Lo peor es siempre la línea que une al pasado con el futuro, y que perpetúa la repetición de los errores en nombre de una supuesta tradición necesaria. Lo peor es que la joven de la pareja actual, si permanece pasivamente dentro de estos órdenes a los que la tradición la obliga, inconscientemente correrá ella misma a crear un orden dentro del cual, y según su propio estilo personal, ella tiranizará con su energía sexual a sus hijos —eternizando y santificando el círculo vicioso en que antes la obligaron a girar a ella misma.

Amira-Casar,-Louise-Herrero,-Zoe-Duthion,-Roxane_Monnier_Gamines_Pascal-Chantier_big

La solución de todo esto es el buen acto sexual, intenso y frecuente, orgásmico y amoroso, tanto para madres como para hijas, quienes al amor del fuego del verdadero gozo sexual, dejarán de encarnar esos taxonómicos roles en todo lo que respecta al absurdo infeliz de encarnarlos por obligación, más allá de las relaciones reales que haya entre ellas. Ninguna mujer que disfrute, con la suficiente frecuencia, la gran experiencia erótica que todo ser femenino anhela y es capaz de vivir —si es que cuenta con un ser masculino que se haya dedicado a aprender a hacer el amor—, ninguna mujer así seguirá desgastando su energía sexual en actividades sin sentido, ni echando sobre sus hijos o su madre, a través de muy diversas sublimaciones, la energía sexual que no dedique al sexo.

Tal vez así, generado el amor donde único se genera —en el acto sexual profundo de cada una con su amante—, comience a abundar más una realidad hoy no muy frecuente: madres e hijas realmente bien llevadas, que verdaderamente se aman una a la otra, porque cada una de ellas ya no busca desesperadamente en la otra una quimera que en verdad no pueden darse: el amor real en el cuerpo —cuya ausencia deberá ser entonces suplida por la formalidad filial, la apariencia tradicional, o la rutina de lo que fue programado en la mente mediante la educación.

A-Mother-Daughter-team-(presumably)-walk-barefoot-together-on-the-beach_Mike-Baird-from-Morro-Bay,-USA