Las mil y una noches, además de ser una extensa y amena colección de cuentos del mundo árabe tradicional —muy instructivos en materia de sexo, aunque no siempre para bien—, es además un ejemplo del machismo dominante en aquellas sociedades, y de la idea árabe de que todo, hasta la belleza física, es una emanación divina.
Viejos prejuicios tales como la idoneidad de tener un pene grande, contar con una vulva estrecha —cosa que no es más que un contracomplejo masculino de tener el pene chico—, preñar a la mujer cuanto antes —si es posible desde su desfloración—, pueden encontrarse en muchos de los cuentos de Las mil y una noches. Por supuesto que, en realidad, el tamaño de los genitales no importa en absoluto para hacer bien el sexo; pero evidentemente el mundo árabe, al menos el de aquel entonces, pasaba esto por alto.
Los manuales eróticos árabes —como El jardín perfumado de Shaykh (Jeque) Nefzawi, cuya lectura recomendamos, aunque debe ser una lectura atenta, que impida que asumamos por cierto lo que son sólo prejuicios—, en materia de cómo sería un acto sexual mejor, suelen tener la mente bastante más abierta que la multitud de autores que durante siglos, al parecer a partir del siglo IX d.n.e., escribieron los cuentos de Las mil y una noches. Veamos algunos ejemplos sobre sexualidad árabe en este último libro.
BELLEZA QUE CAE DEL CIELO
Los cánones de belleza para el hombre de las noches árabes no son tan físicos como de estatus; aunque no dejan de ser físicos también. Ser rico y poderoso, tener el color de la piel claro, y tener el pene grande, son tres preceptos fundamentales, a juzgar por ciertos cuentos. Según Las mil y una noches, hay hombres que fueron creados —o sea, que lo divino participa en todo este absurdo— «para poner en combustión todas las vulvas», y hombres que fueron creados contrahechos para que nos mofáramos de ellos. Así puede leerse en esta narración de la vigésima noche:
«Y el efrit, asombrado por la maravillosa hermosura de Hassan Badreddin, exclamó: ‘¡Por Alah! ¡No he visto cosa parecida! ¡Ha sido creado para poner en combustión todas las vulvas!’
Así los he dejado, ¡oh hermana mía! en el momento en que los esclavos de palacio rodeaban al jorobado y le dirigían bromas egipcias muy graciosas, llevando cada uno en la mano las velas de la boda para acompañar al novio. Y éste tomaba el baño en el hammam, entre las risas y las burlas de los esclavos, que decían: «¡Mejor quisiéramos tener la herramienta pelada de un borrico, que el asqueroso zib [pene] de este jorobeta!» Y efectivamente, hermana mía, el jorobado es muy feo y repulsivo».
TENGO UNA DESPENSA LLENA DE MUJERES DESEOSAS
Ni que decir tiene que, si el hombre poseía un alto estatus económico y político, un modo de demostrarlo era adquiriendo muchas esposas, concubinas y esclavas —“de todas las razas”, como gustan decir los personajes de los cuentos de Las mil y una noches, y todas siempre propensas al uso sexual por parte del hombre para provecho suyo únicamente.
En este contexto —tal y como pasaba con el ganado en la Antigüedad—, mientras mayor sea el número de esposas encerradas y esclavizadas en el harén, más virilidad se le presupone al hombre, y mayor cantidad de hijos se le esperan —éste es un tipo de publicidad política (como la que luego hará Mao Tse Tung en China) basada en el culto sexual a la personalidad, y sugerida al sultán por los visires, consejeros, y demás “asesores de imagen”.
Claro que en la casi totalidad de los casos, la pretendida virilidad del dueño de un harén de numerosas mujeres no pasaba de ser una suposición, ya que, en la práctica, el hombre visitaba sólo de vez en cuando el harén; y ello sólo para tener acceso carnal con alguna de sus preferidas; y ello sólo para usarla en función de su propia eyaculación, y, de ser posible, para preñarla cuanto antes —el objetivo secreto no era engendrar un simple hijo de cualquier sexo, sino un primogénito heredero, es decir, un nuevo preñador relámpago.
De modo que las esposas de harenes numerosos tenían que obtener el placer sexual, que el supuesto marido no era capaz de darles, haciendo sexo entre ellas mismas —cuestión que no sólo no era mal vista sino que además se fomentaba.
O también las esposas obtenían el placer sexual si lograban insertar en el gineceo a hombres disfrazados de mujer para copular en secreto con ellos, o incluso practicando sexo a medias con los eunucos semicastrados —sólo de testículos y no de pene—, los mismos que supuestamente debían impedir que las esposas del harén tuvieran sexo con hombres que no fueran el dueño.
Un esposo preñador relámpago será el más furibundo ajusticiador si sorprende a una de sus esposas teniendo sexo ilícito con un hombre del “exterior”, no tanto por lo que era de hecho una “ayuda” que dicho hombre le estaba dando con su “rebaño de vacas” —éste es el término con el que el Kama Sutra denomina a hacer sexo con más de una esposa a la vez—, cuanto porque podría darse el caso de que el hombre terminara asumiendo por propio un hijo que no era suyo. De cualquier modo, no era fácil para las mujeres del harén lograr introducir al gineceo a hombres de afuera para copular con ellos. Así pues, el sexo sáfico entre esposas del mismo harén —esa fantasía sexual tan habitual en la mente del hombre occidental, que en la práctica, real, no era sino una opción desesperada para las tríbades—, era, a no dudarlo, la opción menos riesgosa para que ellas obtuvieran el gozo sexual, a veces siendo parientas.
INCREÍBLEMENTE, EYACULAR CUANTO ANTES ERA MUESTRA DE HOMBRÍA
Como decíamos antes, para el hombre árabe —o al menos para el hombre de Las mil y una noches—, la mayor muestra de virilidad es ser capaz de empreñar a la mujer, cuanto más rápido mejor. Sobre el rey Daul’makán se dice en la noche 87 de Las mil y una noches:
«Y una de estas jóvenes, cuya belleza era imponderable, agradó tanto al rey, que en seguida se acostó con ella y la dejó preñada al momento».
Lo mismo se dice durante la noche 109 acerca del rey Soleimán-Schah y su jovencísima esposa —presentada como la mujer más bella de la Tierra, la ganadora de la competencia de belleza por sobre todas las demás mujeres, lo cual es el equivalente en femenino del estereotipo del hombre embarazador relámpago—, cuyo desvirgamiento por éste durante la primera noche que la vio fue celebrado públicamente como algo divino, cuando ni siquiera lograba ser mundano:
«Entonces las esclavas desataron a los mulos, y entre los gritos de alegría que lanzaban el pueblo y el ejército, cogieron en hombros el palanquín y lo transportaron hasta la puerta reservada.
En seguida las doncellas y la servidumbre ocuparon el lugar de las esclavas, e hicieron entrar a la novia en su aposento. Y en el acto se iluminó el aposento con la claridad de sus ojos, y palidecieron las luces ante la hermosura de su rostro. Y en medio de todas aquellas mujeres, parecía la luna entre las estrellas o la perla solitaria en medio del collar.
Después las doncellas y las sirvientas salieron de la habitación y se formaron en dos filas, desde la puerta hasta el fin del corredor, luego de haber acostado a la joven en la gran cama de marfil enriquecida con perlas y pedrería. Y el rey Soleimán, atravesando la doble hilera formada por estas estrellas vivas, penetró en la habitación y llegó hasta la cama de marfil donde se tendía la joven, toda adornada y perfumada. Y Alah incitó en aquel momento una gran pasión en el corazón del rey y le dió el amor de aquella virgen. Y el rey la poseyó, y se deleitó en la felicidad, olvidando en aquel lecho, entre muslos y brazos, todos los pesares de su impaciencia y su ansia de amor.
El rey permaneció durante todo un mes en el aposento de su esposa, sin dejarla un solo instante, por lo muy íntima y adecuada con su temperamento que era aquella unión. Y la dejó preñada desde la primera noche».
Esto de que se sepa en qué momento la mujer concibe —algo que aun hoy día la Ciencia no logra del todo—, por supuesto no es más que una licencia poética, así como una manifestación textual de una ideología patriarcal —verificable en casi cualquier lugar del orbe— según la cual la mujer es un mero objeto inseminable y embarazable, y el hombre será más hombre en la medida en que realice la cópula ordinaria a la velocidad de un rayo. El propio padre de la novia del fragmento que acabamos de citar, cuando ésta le fue pedida en matrimonio durante la narración de la noche anterior, la entregó con estas palabras:
«¡Me considero como un simple súbdito del rey Soleimán-Schah, y me parece el mayor honor poderme contar entre los miembros de su familia! ¡De modo que mi hija ya no es en adelante más que una esclava entre sus esclavas, y desde este mismo instante es su cosa y su propiedad!»
En el caso de este fragmento, por fortuna, entregar a la hija en calidad de “esposa-esclava” es una metáfora; pero las metáforas culturales no salen de la nada, y no se convierten en alegorías convencionales como no sea por lo común de su práctica. De hecho, el Corán dice que es legítimo para el buen musulmán obtener esclavas por compra o adquirirlas como botín humano —es decir, convertir en esclavas suyas a las mujeres de las regiones conquistadas—, y tomar de entre su lote de mujeres esclavas a sus propias esposas, quienes no tendrán los mismos derechos de las esposas libres.
No es raro que de ideologías como estas, y de enfoques del sexo como relaciones de poder y vasallaje, haya surgido el BDSM. Mucho tiempo ha tenido que pasar, y mucho ha tenido que llover, para que, ya en nuestros días, apenas comience a asomar, aún en germen, la certeza de que la condición de embarazador relámpago y accidental, no es más que un ejemplo de lo mal amante que es el hombre —lo cual no lo hace más, sino menos viril—, y de cuánta responsabilidad han tenido él —no sólo el preñador relámpago árabe sino el de cualquier cultura, incluida la occidental— y su enfoque patriarcal del sexo, en azotes como la superpoblación, la infelicidad mundial, la hegemonía genérica, racial y cultural, y la depauperación planetaria.
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